Carlos Alberto Montaner
Uno de los deportes más populares en Estados Unidos es mortificar a los inmigrantes ilegales. Da votos. El propósito es martirizarlos hasta lograr que regresen a sus países. No les expiden licencias de conducir, intentan que no puedan alquilar viviendas y tratan de que se les niegue el acceso al trabajo o a los estudios. Quieren rendirlos y expulsarlos por hambre.
No se trata de que los políticos sean sádicos. Los políticos son animales que se alimentan de votos. No son peores que los dentistas o los poetas. Han percibido que mayoritariamente la sociedad quiere echar a los extranjeros sin papeles y se han lanzado a encabezar la cacería. El senador John McCain, que hace unos años, junto a Ted Kennedy, trataba de que se aprobara una sensata reforma migratoria, hoy se ha sumado a la línea dura para sobrevivir en esta atmósfera de xenofobia incrementada por la crisis económica y el aumento del desempleo.
No es la primera vez que esto ocurre en Estados Unidos. Tras la crisis de 1929, en época de Herbert Hoover, pasó lo mismo y un par de millones de personas, casi todas mexicanas, fueron expulsadas con enorme dureza. Como sucede en nuestros días, miles de norteamericanos culturales, que no hablaban español, acabaron exiliados en México, un país totalmente extraño para ellos.
El ejemplo cundió al otro lado del Atlántico. Por aquellas fechas, Adolfo Hitler ascendía al poder en Alemania y no tardó en dictar las primeras leyes antisemitas. La “lógica” de Hitler era que los judíos eran extranjeros indeseables aunque llevaran diez generaciones en Alemania y estuvieran totalmente germanizados. A partir de 1935 los judíos no pudieron poseer propiedades, tener negocios, ejercer ciertas profesiones o estudiar en los mismos centros que los alemanes “genuinos”. Ni siquiera podían casarse o tener relaciones sexuales con los “arios”. Los nazis querían crearles incomodidades terribles a los judíos para que se largaran. Eventualmente, decidieron exterminar a los que no habían escapado a tiempo.
Mortificar a los ilegales, además de ser un crimen, es una estupidez. Mucho más razonable, como hizo Ronald Reagan en su tiempo, es dictar una suerte de amnistía para que los inmigrantes irregulares que no han cometido crímenes legitimen su estancia en el país, paguen impuestos, cumplan con los deberes que les impone la ley y, cuando pase el tiempo requerido, se conviertan en ciudadanos de pleno derecho. A todos les conviene que eso ocurra.
Naturalmente, tras la amnistía debe fijarse una fecha en el futuro a partir de la cual nadie pueda darle empleo a una persona que carezca de residencia legal y autorización para trabajar, so pena de ser multado severamente, lo que sin duda detendrá la avalancha de ilegales. Es lo que se hace en Suiza con gran éxito.
El argumento de que Estados Unidos, mientras ciertas personas cumplen con las reglas, no puede premiar la conducta delictiva de los desaprensivos que violan las leyes migratorias, se da de bruces con la tradición legal del país. Si el ordenamiento jurídico de la nación contempla la amnistía, el perdón o cualquier otro tipo de benigna redención de la pena, ello quiere decir que el país sí puede y debe emplear estos recursos legales cuando las circunstancias lo exigen. ¿No se benefició Bill Clinton de una amnistía que amparó a quienes evadieron el servicio militar obligatorio en tiempos de guerra y llegó a ser presidente? ¿Quién ha dicho que la compasión no cabe en el estado de derecho?
Desde 1966, por razones especiales, al menos un grupo de extranjeros, las personas de origen cubano, si han llegado legalmente a Estados Unidos, aunque sea como turistas, al cabo de un año de estancia en el país pueden solicitar y obtener su residencia. Esto ha permitido que esta comunidad, que no ha creado guetos marginales pese a radicar mayoritariamente en una ciudad pobre (Miami), haya alcanzado un nivel de desempeño económico, estudios, y obediencia a la ley semejante a la población media norteamericana.
Esa legislación ha logrado, además, que la integración de los cubanos al mainstream norteamericano sea excepcionalmente alta. Si hoy la presidenta del Comité de Relaciones Internacionales del Congreso de Estados Unidos, Ileana Ros-Lehtinen, es una persona nacida en Cuba; o si el presidente del mayor college de Estados Unidos es otro cubano, el Dr. Eduardo Padrón, es porque los políticos que hace medio siglo se enfrentaron al problema planteado por estos inmigrantes irregulares (como ellos lo fueron en su momento) no se dedicaron a mortificarlos para que se marcharan, sino les tendieron puentes para que se integraran.
Eso es lo inteligente. Eso es lo que se espera de una sociedad compasiva que jura poseer valores cristianos.
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