Aleida lleva su apellido como disfraz de Halloween
Aleida (Aliusha) Guevara March, de cabellos castaño rojizo y ojos color café, es de esos cubanos que como vastedad cultural agregada, actúa y habla como extranjera. Excéntrica y desenfadada, es un engendro insatisfecho que, inventándose un linaje con dimensiones de ciclope, disfruta aplastando a su paso cualquier opinión divergente.
Aleida Guevara en brazos de Fidel Castro y la sonrisa de su padre |
Divorciada de Julio Machín, y madre de dos bellas hijas. Su primera frustración comenzó con el nacimiento de sus tres hermanos menores, perdiendo así el dulce encanto de ser hija única. En 1967, cuando aún no cumplía 7 años, su padre murió en Bolivia; y su madre, Aleida March, bonita y joven aún, después de tragar amargos buches (tema para otro comentario), decidió continuar con su vida y elige una nueva pareja. Valentín, un buen hombre, creo yo. Los entonces grandes amigos, heroicos y verde olivos, todos le dieron la espalda, excepto Ramiro Valdés. No obstante la pequeña Aliusha decidió plegarse al amparo protector de tío Fidel.
Jugó al peligro de sentirse Ícaro, y la vida la premió en su justa dimensión. Cuando Aliusha ya era Aleida, y estudiaba en una escuela militar, un naufragio sentimental la arrastró a engordar al punto que hasta sus más fieles condiscípulos y amigos de los “Camilitos”, le llamaban Moby-Dick. Resulta que la linda Aleida, creyó comprar con lo más tierno de su amor al entonces desconocido Luis Alberto Rodríguez López Callejas, quien como insaciable galán se trastornó con el poder y despachó a la Guevara por un amor más “seguro, más histórico y heroico”, y de todos conocidos, el de Deborah Castro Espín.
La señora Guevara March, devino en doctora, oportunista de sangre y ninfómana de acción, posee atractivo especial para hombres famosos a quienes vende como helado la mítica foto de un padre. Así lo hizo en Nicaragua con el General fusilado, por el mundo con un periodista italiano, en La Habana con un actor hollywoodense y un empresario argentino. A todos les abrió las piernas, y las puertas del poder. Con arrogante actitud y estrafalario atuendo, lucra actuando como clon de una decadente doctrina que es simplemente una estafa. Su dignidad se mide en dólares; y su lealtad, en privilegios.
Cuando aprendiendo a manejar mató a un pobre ser humano, el sistema judicial cubano fue obligado a no mirar. La filantropía es linda, pero falsa.
Aleida Guevara March, con semblante funerario y sed de constante alabanza, en una guerra campal contra la naturaleza humana, hastía hablando del sueño del hombre nuevo, olvidando el insomnio del hombre actual. Cuando pongo mucho esmero, logro encontrar algo bueno hasta en un vulgar delincuente; no así en esta mujer que a ritmo de vino tinto insiste en continuar inflando su figura de farsante, usando como brillante escalera a un poseso padre al que únicamente vio en contadas ocasiones.
Un Ernesto Guevara sin culpa
Para los que creen que escribiendo pretendo hacer daño, liberar odios reprimidos, o buscar la simpatía de quienes con peligrosa vehemencia defienden posiciones extremas; espero que con este artículo reflexionen y entiendan que no pertenezco a la izquierda ni a la derecha. Y que para mí, los anarquistas veneran demasiadas reglas.
No son pocas las personas que comparan a Ernesto Che Guevara con Jack el destripador. Estoy de acuerdo con muchas de ellas, por ejemplo, ambos estudiaron medicina. Hoy no pretendo hablar de un padre tan polémico, sino de un hijo criticado, poco conocido, y con marcados valores, según mi punto de vista.
A Ernesto Guevara March, hijo de Aleida y El Che, lo acusan de ser egocéntrico. Y lo es, también es amable, cautivador, y extraordinariamente sensible. No es fácil ser uno mismo en una sociedad que se plantea igualitaria. El medio acentúa ciertas cosas, pero intentaré poner casi todo en contexto.
Ernesto no conoció a su padre, nació en 1965 y aunque hubo víctimas de la revolución que merecen todo nuestro respeto y consideración, no podemos olvidar que corrían tiempos de euforia y vientos de apasionamiento, las “barbas” fueron tan idolatradas como hoy la democracia. Esos hombres, devenidos en dictadores, representaron para muchos la imagen del héroe impoluto, el sol sin mácula.
Ernesto, semejante y diferente a sus tres hermanos mayores (Aleida, Camilo y Celia), se crió en Nuevo Vedado, estudió en la escuela primaria “Combatientes de Bolivia”, cursó la secundaria básica en la vocacional “Lenin”, y luego en el Pre del Vedado. Se hizo abogado, y les puedo asegurar sin temor a equivocarme que, con ese nombre, y la carga semántica que conlleva, ha sido para él tan influyente como el entorno adulador y el fantasma persistente de un padre ausente que, nos guste o no, le ha dado la vuelta al mundo.
Hagamos un experimento. Tomemos una bandeja engrasada y sobre ella depositemos una porción idealizada de deterioro económico, la aderezamos con caos interno, manipulamos la mezcla hasta lograr una textura de apoyo entusiasta y adoración popular; llevamos el producto al horno, y después de polvorear la noche de cuchillos largos, está presto; se llama dictadura al plato. No es complicado confeccionar una lista donde quepan los nombres de aquellos que realmente hicieron y hacen daño; pero no podemos incluir a los hijos por ser hijos.
Dotado de un pícaro encanto, Ernesto es un hombre de bien, a veces testarudo y por momentos temperamental, con un altísimo sentido de la amistad. Es un ser extrovertido y no proclive a confesiones, se ahoga en su propio volcán interior. Reconoce de buen grado sus errores, adora mantener su infancia aunque esté fuera de tiempo, y ha tenido que cargar con una injusta culpa endilgada. Entiendo que reconocer es más difícil que atacar; pero pregunte, averigüe, buscar información es muy fácil en un país donde pululan informantes ansiosos por ser sobornados. Los gatillos sólo se halan contra quienes lo merecen.
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