Mario J. Viera
Madre Bonifacia Rodríguez |
Si José Martí hubiera conocido a esa humilde española de nombre Bonifacia Rodríguez Castro hubiera dicho de ella: “Como se puso del lado de los humildes merece honor... y hasta ser canonizada”, y es en verdad una mujer que se colocó del lado de los débiles pero no como hacían en su época los afiebrados de la Internacional Comunista, y sin pretender despanzar una parte de la humanidad a favor de otra en el choque violento de la lucha de clases.
Bonifacia Rodríguez se entregó con amor a la defensa de las mujeres trabajadoras, dándoles empleo y obra, junto al amor y a la consideración; y por aquella entrega sufrió el acoso de quienes debieran ser sus mentores, colocándola en el sitio menos destacado y condenada casi al anonimato.
Su obra fue la Congregación de las Siervas de San José y los talleres que abriera para acoger a obreras que sufrían la discriminación por su condición. Su historia, como señala Irene Hernández en una crónica para EL PAIS “rompe los ribetes de lo común”. Había nacido en un hogar muy humilde en la calle Las Mazas en un barrio cercano a la Universidad de Salamanca el 6 de junio de 1837. Ella sería la mayor de seis hermanas. Cuando arribó a esa edad que es para las jovencitas la edad del deslumbramiento, los 15 años, muere su padre, un sastre que tenía un pequeño taller: la miseria amenaza a su familia.
Había aprendido el oficio de cordonera luego de concluir sus estudios primarios y se entrega a ese trabajo para ayudar a paliar la pobreza del hogar materno. Trabajando junto a su madre en su propio taller comienza a adiestrar en su oficio a mujeres que no tienen otro recurso que sus propias manos para ganar su sustento. Aquella fue una época de confrontaciones políticas en España marcada por los acontecimientos de las guerras carlistas que concluirían con la abdicación del rey Amadeo I de Saboya y la proclamación de la República.
En pleno auge del liberalismo y de los movimientos anarquistas, en 1870, a escaso un año de la proclamación de la Constitución de 1869, llega a Salamanca el jesuita Francisco Butinyà, quien antes había trabajado como profesor de matemáticas. Física y ciencias naturales en el Colegio Belén en La Habana. Como se dice en su biografía, escrita por Carmen Soto Varela, Butinyá “sentía la necesidad de convertir la experiencia cristiana en una respuesta significativa y comprensible para el mundo obrero”. Respondía a las experiencias que había tenido en su natal Cataluña de los albores de la revolución industrial y las difíciles condiciones por las que atravesaban los hombres y mujeres que laboraban en las fábricas, con largas jornadas laborales y salarios de miseria.
Como resalta Soto Varela, en esa época, inicio del reinado de Amadeo de Saboya, las “relaciones entre la Iglesia y el gobierno son buenas gracias al tacto político del obispo Lluch i Garriga, un catalán abierto y dialogante, muy preocupado por la realidad obrera”. En ese ambiente, Butinyá conoce a Bonifacia y su proyecto de la Asociación Josefina y sus talleres para jóvenes obreras. Así, como describe la biógrafa citada: “En una ciudad lejana a la problemática laboral de las grandes fábricas, Butinyà descubre la necesidad de cualificar el trabajo de las mujeres, protegerlas contra los abusos que las amenazan: explotación, ausencia de valores, dureza de vida, que llevan a decisiones equivocadas. Un trabajo artesanal no regulado, un servicio doméstico explotador, un éxodo rural que colocaba a las chicas de ambiente rural en un contexto que no sabían manejar”.
Esta idea sería el meollo que impulsaría a la monja rebelde, inspirada por el jesuita, a fundar Congregación de las Siervas de San José. “Los ideales que en esos momentos estaba esgrimiendo un feminismo incipiente se van a recrear en un sencillo taller. Sin luchas políticas, sin protestas callejeras, el taller josefino está poniendo en pie un proyecto de emancipación femenina, de dignificación de su trabajo. Con él no se alejará a la mujer del mundo laboral como deseaba el ideal burgués, sino que la sitúa en un espacio de trabajo saneado, donde se compartirán los bienes y los sueños. Un proyecto que confía en las posibilidades de autogestión femenina, que genera espacios de formación y brota de una propuesta creyente, hermanando oración y trabajo al estilo de Nazaret” como se dice en su biografía.
La idea toma forma definitiva el 10 de enero de 1874 a solo seis días del golpe de estado del general Pavía que marcaría el fin de la Primera República española. Como asegura Soto Varela: “El taller que nace en la calle Traviesa (donde se ubicaba la vivienda y taller de Bonifacia Rodríguez) se enraíza en las posibilidades utópicas del socialismo, en la evocación familiar de Butinyà y en la realidad cotidiana de Bonifacia”.
La idea de dignificar el trabajo femenino remunerado choca con las concepciones conservadoras prevalecientes en la sociedad salamanquina y entre sus clérigos. Resultaba demasiado aventurera la creación dentro del seno de la iglesia de una congregación integrada por mujeres de la clase trabajadora en talleres que pretendían fomentar la industria cristiana; un proyecto que, como afirma Victoria López, Sierva de San José de Zamora, “rompía la imagen de la vida religiosa femenina tradicional” formado por un pequeño grupo de religiosas que no vestían hábito “y se reunían para vivir de su trabajo, acogiendo a otras mujeres que no lo tenían”
Butinyá, como muchos jesuitas, es expulsado de España y el obispo Lluch i Garriga, que había apoyado la idea, sería trasladado hacia otra ciudad de España, a Barcelona. Comienzan entonces las dificultades a las que tiene que enfrentar Bonifacia y que provenían de los medios clericales que intentaban cambiar los reglamentos de la congregación para dirigir sus esfuerzos en la enseñanza y suprimir su carácter social presente en los talleres que le dieron origen.
Bonifacia se opuso a aquella decisión lo que le costó ser separada como superiora de la comunidad que fundara y obligada a salir de Salamanca. El año de 1882; Bonifacia solicita al nuevo obispo de Salamanca que la autorice a fundar en Zamora una nueva comunidad de las Siervas de San José y a aquella ciudad se traslada con su madre, el 25 de octubre de 1883. En Salamanca la nueva dirección de la congregación se distancia de su fundadora, de modo que cuando el Papa León XIII da su aprobación pontificia a las Siervas de San José, el 1 de julio de 1901, la casa de Zamora quedaba excluida de la congregación y hasta se le negó escuchar sus alegatos, diciéndosele simplemente: “tenemos órdenes de no recibirle”.
Allí, en Zamora, como se dice en un perfil biográfico que redacta la Congregación de la Causa de los Santos en Roma, en su taller, “codo a codo con otras mujeres trabajadoras, niñas, jóvenes y adultas, Bonifacia lucha y defiende la dignidad de la mujer pobre, enseñándolas a ser trabajadoras cristianas a través del trabajo hermanado con la oración al estilo de Nazaret, creando entre todas las moradoras del Taller relaciones humanas de igualdad, fraternidad y respeto”.
Cuatro años después, rechazada y prácticamente olvidada, Bonifacia fallecería el 8 de agosto de 1905 en Zamora. Posteriormente, en 1945, cuando se revisó su historia y se rescatara su recuerdo, sus restos mortales tuvieron acogida la capilla del Colegio de las Siervas de San José, en Salamanca.
Como pago póstumo a su memoria, consejo general de las Siervas de San José en la ciudad de Zamora se solicitó se abriera un proceso de canonización a favor de la monja que se había rebelado contra las ordenanzas de sus superiores eclesiásticos. Entonces Juan Pablo II, el 1 de julio de 2000 promulgaría un decreto sobre las virtudes heroicas de Bonifacia Rodríguez.
Como dice Irene Hernández Velazco la monja en estos momentos “probablemente se estará ahora revolviendo en su tumba de puro regocijo”, acaba de ser canonizada por el Papa Benedicto XVI, luego de dos milagros atribuidos a su intercesión. Según Raúl Martín en salamanca.24 horas, el primer milagro a ella atribuido fue el de un vallisoletano residente en Barcelona de 73 años desahuciado por un carcinoma en el hígado, quien “mientras esperaba la llamada de la muerte, decidió continuar su labor junto al colegio de las Siervas de San José fabricando los uniformes escolares. Las monjas celebraron varias novenas para solicitar a la madre Bonifacia su curación. El día de su cumpleaños, los ocho centímetros de carcinoma se evaporaron”.
El segundo de sus milagros ocurrió en el Congo cuando el comerciante de 33 años, Kasongo Bavon se recuperara milagrosamente luego de tres operaciones por una peritonitis que le condenaba irremisiblemente a la muerte. Luego de las oraciones que por su salud hicieran las monjas de las Siervas de San José y su médico de cabecera Muyumba Mukana Patrick. Al siguiente día según ABC, “inesperadamente, Kasongo se levantó y comenzó a buscar ansiosamente a sor Sacramento Villalón porque sentía un hambre tremenda”
Finalmente la Iglesia le ha hecho justicia a aquella humilde española que se puso de parte de los débiles por el trabajo, la educación y el amor.
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