Tulio Hernández. ABC DE LA SEMANA
Los regímenes autoritarios, sea en su versión ruda del siglo XX o edulcorada del XXI, ya comunistas, ya de derecha, son maquinarias implacables que le temen al pensamiento libre. Por eso tratan de convertir a sus intelectuales en jarrones chinos, útiles para adornar eventos o para firmar comunicados de apoyo, más no para debatir modelos de gestión, aciertos, defectos y fracasos, o para intentar un diseño concertado del futuro.
Y está claro: los intelectuales no domesticados son incómodos. El pensamiento libre suele transitar sin miedo el camino de los matices y la complejidad. El discurso totalitario, en cambio, requiere del blanco y negro, de lo evidente y lo elemental. Porque el totalitarismo generalmente parte de la existencia de un proyecto ya acabado, un destino manifiesto y una teoría cerrada que no es necesario enriquecer, revisar o actualizar. Sólo aplicar.
Por esa misma razón, en el mejor de los casos, en los regímenes autoritarios a los intelectuales con prestigio se les convierte en distinguidos predicadores del dogma en curso, ya se encuentre éste resumido en un texto clásico como El manifiesto comunista, un catecismo personal como El libro verde de Gadafi y El libro rojo de Mao, o en la acumulación de frases-órdenes del tipo “¡con la revolución todo, contra la revolución nada!” que el jefe único suele repetir en sus abluciones de masas. Lo anunció años atrás Ludovico Silva, el refinado ensayista de El estilo literario de Marx: “Si los loros fueran marxistas serían marxistas dogmáticos”.
Esta condición totalitaria es lo que explica que en Cuba, un país que mucho antes del comunismo fue pródigo en producir grandes narradores como Cabrera Infante, ensayistas de la talla de Lezama Lima, o pioneros mundiales de la antropología como Fernando Ortiz, no tenga en todo este largo medio siglo de revolución un solo pensador social cuya obra pueda ser citada como referencia teórica por los defensores del socialismo del siglo XXI.
Todo lo contrario. Los más refinados de los intelectuales seguidores de la revolución bolivariana no cuentan con un teórico cubano, coreano, iraní, boliviano, nicaragüense o libio los modelos políticos socios del chavismo a quien citar. Tienen que abrevar en las páginas de Chomsky, Negri, Ramonet, Vattimo o, los más atrevidos, del antiestatista Edgard Morin, para darles una cierta aura internacional a sus argumentos. Es decir, los intelectuales criollos que justifican la revuelta de los tenientes no tienen más opción que reforzarse conceptualmente con el aporte de pensadores que realizan su trabajo académico no en los campus vigilados de La Habana, Trípoli o Teherán sino en la libertad democrática de los cubículos de Boston, París o Roma.
Pero a la inversa ocurre igual.
Contraviniendo lo que decían los viejos marxistas, en estos doce años del autodenominado socialismo del siglo XXI no hay nada ni remotamente parecido a una “teoría revolucionaria” que le dé sustento a la “praxis revolucionaria”. Y los pocos intentos, el que realiza mi estimado profesor Rigoberto Lanz en las páginas de un periódico capitalista conocido como El Nacional, o el que intentaron con prístina honestidad intelectual investigadoras como Margarita López Maya antes de ser eyectada por el militarismo, les importan un bledo a los hombres armados y a caballo que dirigen el país.
Por eso el pensamiento de la revolución bolivariana hecho en Venezuela o es un bostezo o un libro vacío, y la biografía intelectual del proceso, la misma del jefe único que desde 1999 hasta hoy deambula de un enamoramiento conceptual a otro. Primero creyó que Ceresole era Gramsci. Después, hasta que Boris Izaguirre se lo aclaró, que el Oráculo del Guerrero resumía la ideología del Che Guevara. Más tarde que Juan Carlos Monedero era Rosa Luxemburgo, y Hans Dieterich, Carlos Marx.
Era un hombre inteligente que, por desgracia para todos, ocupado por las conspiraciones cuartelarías, no tuvo tiempo de cultivarse con solidez y la vida lo condenó a la condición de apresurado lector de solapas que se ve a sí mismo como un gran intelectual. El Madame Bovary de la política venezolana.
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