Nicholas D. Kristof. NEW YORK TIMES
Es fascinante que muchos estadounidenses hayan entendido intuitivamente la indignación y la frustración que llevaron a los egipcios a protestar en la plaza Tahrir, pero no comprendan resentimientos similares que impulsan a conciudadanos disgustados a “ocupar Wall Street”.
Claro que hay diferencias: el Departamento de Policía de Nueva York no está despachando camellos para que atropellen a los manifestantes. Los estadounidenses pueden sentirse privados del derecho de representación, pero sí vivimos en una democracia, una democracia con defectos, que es la mejor esperanza para la evolución de Egipto en los próximos años.
No obstante, mis entrevistas con manifestantes en el parque Zuccotti en Manhattan parecieron rimar con mis entrevistas en Tahrir a principios de este año. Hay un sentido paralelo de que el sistema político y económico está inclinado contra el 99 por ciento. Al Gore, que apoya las protestas en Wall Street, las describió perfectamente como “el grito primordial de la democracia”.
La frustración en Estados Unidos no se trata tanto de la desigualdad en los mundos político y jurídico, como lo fue en algunos países árabes, aunque también son inquietudes. Aquí, el problema crítico es la desigualdad económica. Según la propia clasificación de la CIA de los países según su desigualdad en el ingreso, Estados Unidos es una sociedad más desigual que Túnez o Egipto.
Tres datos subrayan la desigualdad:
• Los 400 estadounidenses más adinerados tienen un valor neto combinado más grande que el de los 150 millones que menos ganan.
• El uno por ciento más acaudalado de los estadounidenses posee mayor riqueza que el 90 por ciento de la población.
• En la expansión de Bush de 2002 a 2007, el 65 por ciento de las ganancias económicas fue para el uno por ciento más rico.
Como notó mi colega del Times, Catherine Rampell, hace unos días, en 1981 el salario promedio en el sector de los valores en Nueva York era el doble del promedio en otros empleos del sector privado. En el último recuento, en 2010, fue de 5.5 veces. Si quiere enojarse, el salario promedio ahora es de $361,330.
En términos más generales, cada vez más se piensa que la desigualdad es el resultado de que los magnates manipulan el sistema, buscando lagunas jurídicas, y su crimen queda impune. De los 100 directores ejecutivos (CEO) mejor pagados en Estados Unidos en 2010, 25 ganaron más dinero de lo que su compañía pagó en impuestos federales corporativos sobre la renta, según el Instituto de Estudios de Políticas Públicas.
Haber vivido en el comunismo en China me hizo un ferviente entusiasta del capitalismo. Creo que en el transcurso del último par de siglos, los bancos elevaron enormemente el nivel de vida en Occidente al asignar capital a usos más eficientes. Sin embargo, cualquiera que crea en los mercados debería estar indignado porque los bancos arreglan el sistema para así disfrutar ganancias en los años buenos y rescates en los malos.
Los bancos se salieron con la suya al privatizar las ganancias y socializar los riesgos, y esa es sólo otra forma de robo bancario.
“Tenemos una normativa equivocada, catastróficamente negativa, del sistema financiero”, dijo Amar Bhide, un experto en finanzas en la Facultad Fletcher de Derecho y Diplomacia de la Universidad Tufts. “’Las consecuencias han manchado todo el sistema de la empresa moderna”.
Los economistas solían creer que teníamos que ignorar lo podrido y soportar la gran desigualdad como el precio de un crecimiento robusto. Sin embargo, la investigación más reciente indica lo contrario: la desigualdad no sólo apesta, sino también daña a las economías.
En su nuevo libro The Darwin Economy (La economía darwiniana), Robert H. Frank, de la Universidad Cornell, cita un estudio que muestra que entre 65 países industrializados, los más desiguales experimentan, en promedio, un crecimiento más lento.
Asimismo, los países crecen más rápidamente en periodos en los que los ingresos son menos desiguales, y se desaceleran cuando están distorsionados.
Desde luego que eso es cierto en Estados Unidos. Disfrutamos de una gran igualdad de la década de 1940 a la de 1970, y el crecimiento era fuerte. Desde entonces, ha surgido la desigualdad y se desaceleró el crecimiento.
Una razón puede ser que la desigualdad está vinculada a las dificultades y crisis financieras. Hay cada vez más evidencia de que la desigualdad lleva a las quiebras y al pánico financiero.
“La reciente crisis económica mundial, con sus raíces en los mercados financieros de Estados Unidos, pudo haber sido resultado, al menos en parte, de la desigualdad”, escribieron el mes pasado Andrew G. Berg y Jonathan D. Ostry del Fondo Monetario Internacional. Argumentaron que “pareciera que la igualdad es un ingrediente importante en la promoción y sostenimiento del crecimiento”.
La desigualdad también lleva a muertes prematuras y más divorcios; un recordatorio de que no estamos hablando de datos estadísticos, sino de seres humanos.
Algunos críticos piensan que el movimiento Ocupemos Wall Street simplemente toca los resentimientos y la codicia de la población, fomentando la lucha de clases. Seguro, hay su porción de envidia. Sin embargo, la desigualdad también es un cáncer en nuestro bienestar nacional.
No sé si sobrevivirá el movimiento Ocupemos Wall Street una vez que el parque Zuccotti se llene de nieve y se desvanezca la novedad. Sin embargo, sí espero que los manifestantes hayan impulsado el problema de la desigualdad hasta nuestra agenda nacional para quedarse y lidiar con él en el año electoral 2012.
©2011 New York Times News Service
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