viernes, 28 de junio de 2013

Espionaje y democracia, ¿A quién sorprende?


José Luis Herrero. EL PAIS

Sorprende la sorpresa que ha generado el monitoreo de comunicaciones privadas por EE UU. ¿Es que alguien pensaba que esto no se estaba haciendo de una u otra forma? Y no solo por EE UU, sino por todos los países que tienen la capacidad tecnológica para hacerlo, en el extranjero y en su territorio. Son numerosos los países en los que los miembros de las misiones diplomáticas extranjeras, cada vez que van a abordar un tema delicado apagan sus teléfonos, alertados por los rumores de que estos pueden servir para la captación de su conversación por terceros (generalmente las autoridades anfitrionas). Todo el mundo lo piensa dos veces antes de enviar por correo electrónico documentos sensibles o de decir algo delicado por teléfono, inseguros de la confidencialidad de la comunicación. Si Google Earth puede obtener una foto de nuestra terraza con un nivel de definición suficiente para reconocer a quien está tomando el sol, ¿qué no podrán ver de nuestra intimidad los que tengan mejores medios?

Tal vez lo que ha sorprendido a algunos sea la magnitud, que afecta a cientos de millones de personas, o el hecho de que sea un sistema con el beneplácito del Gobierno de EE UU, país supuestamente respetuoso de los derechos y libertades fundamentales, por lo menos de los de sus propios ciudadanos. Pero existen muchos otros métodos de intentar saber lo que hace la gente que se practican desde la noche de los tiempos. Casi todas las Embajadas de los países que pueden permitírselo tienen personal de inteligencia entre sus miembros, a los que se añaden otros agentes desplegados independientemente. ¿Qué hace esta gente todo el día? Se supone que recopilar información importante para la seguridad nacional. ¿Qué tipo de información? De todo tipo, desde información secreta sobre capacidades militares o posibles actividades terroristas hasta rumores sobre la vida privada, los negocios, la sexualidad y las aficiones de políticos, funcionarios y otras personas relevantes o comunes y corrientes. El vínculo de la información recopilada con la seguridad nacional puede llegar a ser muy tenue. ¿Con qué métodos? Con todos los posibles, incluyendo las relaciones personales, las identidades encubiertas y procedimientos al margen de la ley del país anfitrión o del suyo propio.

Paradójicamente, la presencia generalizada de los servicios secretos ha crecido desde el fin de la guerra fría, y no solo como consecuencia de la amenaza terrorista. La atomización del KGB soviético en 15 servicios secretos nacionales provenientes de la misma escuela ha llevado a la propagación de ciertos métodos, y no a su desaparición. Obviamente, también el crecimiento de Internet y sus derivados ofrece nuevas áreas sobre las que operar.

Estas actividades transcurren paralelas a las relaciones amigables y respetuosas entre países: mientras los ministros comparten comida y subrayan los vínculos y los intereses comunes de dos países, los respectivos servicios secretos recopilan información recíproca a sus espaldas. Estos días desvelaban los medios de comunicación cómo el Gobierno de Gordon Brown espió las comunicaciones de los invitados a una cumbre del G-20 de la que era anfitrión (¡a eso se le llama interesarse por los invitados!). A veces, inversamente, mientras la diplomacia critica duramente a un país por uno u otro comportamiento y parece distanciarse de él, las estructuras de defensa e inteligencia están estrechando la colaboración con ese mismo país. Este es el mundo en el que vivimos: un mundo lleno de medias verdades y mentiras, de estructuras no reveladas al público, de grupos de poder dentro de los poderes públicos… supuestamente para defender al público.

La cuestión es: ¿gozan estos medios de un mínimo consentimiento democrático por parte de los ciudadanos a los que supuestamente benefician y que los pagan? O sea, ¿estamos de acuerdo los ciudadanos con que nuestros Gobiernos hagan estas cosas? Queremos pensar que si las hacen, será por nuestro bien. Pero las posibilidades de desviación, uso incorrecto o para beneficio propio, son enormes. Al fin y al cabo son miles de personas las que están al tanto de todas estas informaciones reservadas y, como todas las estructuras burocráticas, tienden a la justificación, preservación e incremento de su poder y sus recursos. Y así se constituyen estructuras dentro del Estado que escapan al control incluso de los que tienen la representación democrática.

¿Lo sabía el presidente? Parece ser que el seguimiento de las llamadas de los periodistas de Associated Press no era conocido ni aprobado por el Ejecutivo estadounidense al más alto nivel, pero sí el seguimiento de millones de comunicaciones privadas. Suena un poco raro. En cualquier caso, pudiera ser que cuando el tema llega a la mesa del presidente, este ya no tiene más remedio que decir que sí.

Se ha dicho que los métodos utilizados en la actualidad hubieran evitado el 11-S. Esta afirmación nunca podrá ser probada ni desmentida. Evidentemente, si al presidente se le presentó la ecuación de esta manera, tenía que aprobarlos, como lo hubiéramos hecho usted y yo, no iba a cargar sobre su responsabilidad una masacre que hubiera podido ser evitada. Pero, y aquí está la cuestión, la información de inteligencia se puede presentar maquillada en un sentido u otro. Y los estamentos que la manipulan, o la ponderan — según se mire — y la presentan para la toma de decisiones tienen un enorme poder discrecional y pueden pensar que ellos, cual casta de mandarines, cuidan mejor de nosotros sin contar con nosotros y, tal vez, ni siquiera con sus superiores políticos, quienes solo están de paso.

No sé si Snowden ha cometido o no delito según la ley estadounidense, pero desde luego nos ha hecho un favor a todos. Nos ha informado de algo de lo que nos tendrían que haber informado nuestras autoridades: que nuestras comunicaciones pueden ser seguidas — espiadas — por el bien común. Puede que la mayoría de la población acepte este mal menor para evitar uno mayor, pero tiene que haber un acto formal de aceptación democrática de estas medidas — no se puede hacer sin haber avisado — y garantías muy estrictas. Es como las cámaras en los espacios públicos (¿tal vez también en los privados?): aceptamos ser filmados, escaneados y demás, por imperativos de seguridad, pero tenemos que ser avisados de esa posibilidad. Y para eso tenemos que saber qué es lo que están haciendo. No el detalle de las operaciones que, en efecto, podría socavar su eficacia, pero sí los métodos y su impacto sobre los derechos y libertades fundamentales, y su concordancia o no con los principios que queremos que rijan nuestra sociedad. Es posible que en países como Israel o EE UU, en los que existe una alta percepción de riesgo, sus ciudadanos acepten llevar más lejos el límite de lo aceptable. Pero en otros tal vez no estemos obligados a hacer del secreto y la mentira los pilares de nuestra supervivencia.

Snowden nos ha ayudado al común de los mortales a saber un poco más de cómo funcionan y qué hacen los Gobiernos en su día a día, algo que tenemos todo el derecho a saber y que tendrían que habernos contado estos mismos en primer lugar. A medida que la “dimensión Internet” de nuestras vidas crece, hasta convertirse en la más importante, decidir cuáles son las funciones de los Gobiernos en ella es algo que nos compete a todos.

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