José Luis Herrero. EL PAIS
Sorprende la sorpresa que ha generado
el monitoreo de comunicaciones privadas por EE UU. ¿Es que alguien pensaba que
esto no se estaba haciendo de una u otra forma? Y no solo por EE UU, sino por
todos los países que tienen la capacidad tecnológica para hacerlo, en el
extranjero y en su territorio. Son numerosos los países en los que los miembros
de las misiones diplomáticas extranjeras, cada vez que van a abordar un tema
delicado apagan sus teléfonos, alertados por los rumores de que estos pueden
servir para la captación de su conversación por terceros (generalmente las
autoridades anfitrionas). Todo el mundo lo piensa dos veces antes de enviar por
correo electrónico documentos sensibles o de decir algo delicado por teléfono,
inseguros de la confidencialidad de la comunicación. Si Google Earth puede
obtener una foto de nuestra terraza con un nivel de definición suficiente para
reconocer a quien está tomando el sol, ¿qué no podrán ver de nuestra intimidad
los que tengan mejores medios?
Tal vez lo que ha sorprendido a
algunos sea la magnitud, que afecta a cientos de millones de personas, o el
hecho de que sea un sistema con el beneplácito del Gobierno de EE UU, país
supuestamente respetuoso de los derechos y libertades fundamentales, por lo
menos de los de sus propios ciudadanos. Pero existen muchos otros métodos de
intentar saber lo que hace la gente que se practican desde la noche de los
tiempos. Casi todas las Embajadas de los países que pueden permitírselo tienen
personal de inteligencia entre sus miembros, a los que se añaden otros agentes
desplegados independientemente. ¿Qué hace esta gente todo el día? Se supone que
recopilar información importante para la seguridad nacional. ¿Qué tipo de
información? De todo tipo, desde información secreta sobre capacidades
militares o posibles actividades terroristas hasta rumores sobre la vida
privada, los negocios, la sexualidad y las aficiones de políticos, funcionarios
y otras personas relevantes o comunes y corrientes. El vínculo de la
información recopilada con la seguridad nacional puede llegar a ser muy tenue.
¿Con qué métodos? Con todos los posibles, incluyendo las relaciones personales,
las identidades encubiertas y procedimientos al margen de la ley del país
anfitrión o del suyo propio.
Paradójicamente, la presencia
generalizada de los servicios secretos ha crecido desde el fin de la guerra
fría, y no solo como consecuencia de la amenaza terrorista. La atomización del
KGB soviético en 15 servicios secretos nacionales provenientes de la misma
escuela ha llevado a la propagación de ciertos métodos, y no a su desaparición.
Obviamente, también el crecimiento de Internet y sus derivados ofrece nuevas
áreas sobre las que operar.
Estas actividades transcurren
paralelas a las relaciones amigables y respetuosas entre países: mientras los
ministros comparten comida y subrayan los vínculos y los intereses comunes de
dos países, los respectivos servicios secretos recopilan información recíproca
a sus espaldas. Estos días desvelaban los medios de comunicación cómo el
Gobierno de Gordon Brown espió las comunicaciones de los invitados a una cumbre
del G-20 de la que era anfitrión (¡a eso se le llama interesarse por los
invitados!). A veces, inversamente, mientras la diplomacia critica duramente a
un país por uno u otro comportamiento y parece distanciarse de él, las
estructuras de defensa e inteligencia están estrechando la colaboración con ese
mismo país. Este es el mundo en el que vivimos: un mundo lleno de medias
verdades y mentiras, de estructuras no reveladas al público, de grupos de poder
dentro de los poderes públicos… supuestamente para defender al público.
La cuestión es: ¿gozan estos medios de
un mínimo consentimiento democrático por parte de los ciudadanos a los que
supuestamente benefician y que los pagan? O sea, ¿estamos de acuerdo los
ciudadanos con que nuestros Gobiernos hagan estas cosas? Queremos pensar que si
las hacen, será por nuestro bien. Pero las posibilidades de desviación, uso
incorrecto o para beneficio propio, son enormes. Al fin y al cabo son miles de
personas las que están al tanto de todas estas informaciones reservadas y, como
todas las estructuras burocráticas, tienden a la justificación, preservación e
incremento de su poder y sus recursos. Y así se constituyen estructuras dentro
del Estado que escapan al control incluso de los que tienen la representación
democrática.
¿Lo sabía el presidente? Parece ser
que el seguimiento de las llamadas de los periodistas de Associated Press no
era conocido ni aprobado por el Ejecutivo estadounidense al más alto nivel,
pero sí el seguimiento de millones de comunicaciones privadas. Suena un poco
raro. En cualquier caso, pudiera ser que cuando el tema llega a la mesa del
presidente, este ya no tiene más remedio que decir que sí.
Se ha dicho que los métodos utilizados
en la actualidad hubieran evitado el 11-S. Esta afirmación nunca podrá ser
probada ni desmentida. Evidentemente, si al presidente se le presentó la
ecuación de esta manera, tenía que aprobarlos, como lo hubiéramos hecho usted y
yo, no iba a cargar sobre su responsabilidad una masacre que hubiera podido ser
evitada. Pero, y aquí está la cuestión, la información de inteligencia se puede
presentar maquillada en un sentido u otro. Y los estamentos que la manipulan, o
la ponderan — según se mire — y la presentan para la toma de decisiones tienen
un enorme poder discrecional y pueden pensar que ellos, cual casta de
mandarines, cuidan mejor de nosotros sin contar con nosotros y, tal vez, ni
siquiera con sus superiores políticos, quienes solo están de paso.
No sé si Snowden ha cometido o no
delito según la ley estadounidense, pero desde luego nos ha hecho un favor a
todos. Nos ha informado de algo de lo que nos tendrían que haber informado
nuestras autoridades: que nuestras comunicaciones pueden ser seguidas — espiadas
— por el bien común. Puede que la mayoría de la población acepte este mal menor
para evitar uno mayor, pero tiene que haber un acto formal de aceptación
democrática de estas medidas — no se puede hacer sin haber avisado — y
garantías muy estrictas. Es como las cámaras en los espacios públicos (¿tal vez
también en los privados?): aceptamos ser filmados, escaneados y demás, por
imperativos de seguridad, pero tenemos que ser avisados de esa posibilidad. Y
para eso tenemos que saber qué es lo que están haciendo. No el detalle de las
operaciones que, en efecto, podría socavar su eficacia, pero sí los métodos y
su impacto sobre los derechos y libertades fundamentales, y su concordancia o
no con los principios que queremos que rijan nuestra sociedad. Es posible que
en países como Israel o EE UU, en los que existe una alta percepción de riesgo,
sus ciudadanos acepten llevar más lejos el límite de lo aceptable. Pero en
otros tal vez no estemos obligados a hacer del secreto y la mentira los pilares
de nuestra supervivencia.
Snowden nos ha ayudado al común de los
mortales a saber un poco más de cómo funcionan y qué hacen los Gobiernos en su
día a día, algo que tenemos todo el derecho a saber y que tendrían que habernos
contado estos mismos en primer lugar. A medida que la “dimensión Internet” de
nuestras vidas crece, hasta convertirse en la más importante, decidir cuáles
son las funciones de los Gobiernos en ella es algo que nos compete a todos.
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