Alejandro Armengol. Blog CUADERNO DE CUBA
Pocos recuerdan al escritor inglés y
líder sionista Israel Zangwill, salvo por el tema de una de sus obras de
teatro, The Melting Pot. Para
Zangwill, a principios del siglo pasado, Estados Unidos era el crisol donde los
inmigrantes de todas las naciones venían a fundirse. Pero si hubiera imaginado
que varias décadas después más de un millón de cubanos se iban a establecer en
este país, habría cargado con su caldero para otra parte. Las naciones y razas
que se mencionan en The Melting Pot
proceden de Europa; los asiáticos, negros, caribeños y latinoamericanos
quedaban fuera de la definición, como los mexicanos en el recuento de los 21
asesinatos de Billy The Kid.
Cuando en 1959 se inició la diáspora
cubana, los primeros en llegar no pensaban como Zangwill ni tenían el menor
interés de fundirse en el pot. Creían que su permanencia en este país sería
breve. Pronto los acontecimientos les hicieron modificar ese punto de vista,
pero ello no evitó el surgimiento de una leyenda, donde Miami pasó a convertirse
de sitio de veraneo en una ciudad moderna, al tiempo que se transformaba en la
“capital del exilio”.
Esta dualidad ha definido la vida aquí
durante más de cinco décadas, a través de cambios donde la beligerancia ha
adoptado diversas formas, aunque siempre con un éxito limitado.
Hubo un momento en que el exilio logró
una transformación que le permitió darle la vuelta a la olla sin caer en ella:
los cubanos se convirtieron en una minoría influyente en la política exterior
mediante los mecanismos de la política nacional: cabildeo, poder electoral y
presencia en el Congreso. Por un tiempo las circunstancias fueron una mezcla de
realidad y espejismo: más que una unión era una relación simbiótica, pero cada
parte obtenía beneficios.
Por décadas los gobiernos
norteamericanos le hicieron creer a los exiliados que eran únicos. En parte lo
fueron y también en parte lo son. Pero desde hace unos años se han multiplicado
las campañas para demostrarles que han dejado de serlo.
Nunca Miami ha resultado un fenómeno
fácil de asimilar por el resto del país. Primero fueron las luchas intestinas
de los grupos de exiliados, los ajustes de cuenta y los atentados dinamiteros.
Luego la convulsión creada por las diferentes avalanchas de refugiados.
A los intentos de considerarla una
ciudad tropical, una especie de avanzada de la civilización donde existen
oportunidades de hacer negocios y disfrutar de una vacaciones placenteras, se
han opuesto siempre aspectos más sombríos: corrupción política, años de
elevadas tasas de criminalidad y una intransigencia en cuestiones que van de lo
banal a lo esencial, pero que siempre resulta incomprensible para los otros.
La realidad es que al tiempo que el
exiliado demuestra una enorme capacidad para desenvolverse y triunfar en el
trabajo cotidiano, su vida, su memoria y su futuro giran sobre un círculo de
esperanzas nunca realizadas: vive guiado por la ilusión de un futuro improbable
y de un pasado espurio. Así nació el estereotipo, bajo el cual se le percibe:
un ser que se niega a ser catalogado como inmigrante, y reclama siempre el
título de exiliado, pero acosado por las contradicciones o las disyuntivas
entre ambos modelos de conducta, aunque ello a veces parece no preocuparle. Por
eso actúa como si tuviera múltiples personalidades. La publicidad y la
propaganda se mezclan indisolubles en su vida. La arenga y la discusión
política con la tarjeta de negocios y el comercial oportuno. Acude a los actos
políticos y está pendiente de las noticias, pero no despega el ojo de la caja
contadora. Aunque en la mayoría de los casos es sólo un cubano. Un ciudadano
que vive una vida extraña en una ciudad conocida, la única donde su desarraigo
se hace más llevadero: no pertenece a Estados Unidos ni a la Cuba donde
gobierna Castro. Para él, la patria es sólo una realidad emocional, producto de
la fantasía y la nostalgia. Por ello el cubano dentro y fuera de la isla
siempre se ha jugado su última carta a Miami, donde cree poder conservar su
identidad.
Ningún exilio puede convertirse en un
fin en sí mismo. Aferrarse a las victorias y derrotas no es más que una forma
de atrofiarse. Quedan abiertos dos caminos: desarrollarse como una comunidad
integrada al resto del país y apoyar la lucha de los que buscan una sociedad
democrática en la isla, al tiempo que ayudar a sentar las bases de una Cuba
poscastrista. El resto se pierde en la furia callejera.
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