Lluís Bassets. EL PAIS
Una nueva forma de hacer política está
extendiéndose por todo el mundo, radicalmente distinta a lo que hemos conocido
hasta ahora y de difícil comprensión y gestión para los viejos profesionales
del oficio.
Funciona sin líderes y sin contar con
la infraestructura, el dinero y el apoyo de grandes partidos y sindicatos
mayoritarios. No se asienta sobre estructuras organizativas, centros de mando o
coordinadoras con las que dialogar o a las que se pueda desarticular mediante
la detención de sus componentes. Tampoco con programas que permitan respuestas
políticas, aunque partan de la chispa de una reivindicación clara y popular.
Se expresa en súbitas y masivas
movilizaciones urbanas, con ocupación de espacios simbólicos y centrales en las
ciudades, que casi siempre pillan por sorpresa a las autoridades y ponen a
prueba la capacidad de encaje del sistema establecido, convertido en el
adversario designado por los jóvenes decididos a expresar su protesta.
No importa que el régimen sea una
dictadura o una democracia pluralista, que el país pertenezca a la elite de los
más ricos o sea uno de los emergentes, o que su sociedad sea de cultura
cristiana o islámica. En todas partes se evidencia la misma distancia entre la
calle y las instituciones; la misma denuncia de la corrupción y del
enriquecimiento de unos a costa de otros; el mismo hastío ante una forma de
tomar decisiones que comprometen el futuro a espaldas de la gente.
La concatenación de las actuales
protestas en Turquía y Brasil ilumina un fenómeno que viene ocurriendo desde
2008 en todos los continentes y en una larga lista de países, cada uno por sus
precisas circunstancias, y que tuvo en las primaveras árabes de 2011 su momento
más espectacular, hasta conducir a la caída de tres dictaduras en Túnez, Egipto
y Libia. En la lista están Irán, Grecia, Portugal, Italia, Israel, Chile,
México, Estados Unidos y Rusia, además de los indignados españoles.
Todos estos nuevos movimientos
sociales, que vienen a agitar las ideas recibidas y a transformar el paisaje de
nuestras sociedades, son parte de una transformación que afecta al entero
planeta y ha encontrado en las redes sociales el instrumento organizativo mejor
adaptado a las características de los nuevos tiempos.
El poder se está desplazando a ojos
vista desde el viejo mundo occidental hacia Asia; pero también en el interior
de las sociedades. Emergen unas nuevas clases medias en todo el mundo con
demandas crecientes de riqueza, educación, vivienda, consumo y, naturalmente,
también de bienestar y libertad individual. Los incrementos de su nivel de
vida, lejos de moderar sus demandas, hacen crecer las expectativas e
inmediatamente, en cuanto no se cumplen, las exigencias y la irritación.
Esos jóvenes que han accedido a la
educación y al trabajo, con frecuencia precario y mal pagado, tienen teléfonos
móviles y tabletas con las que comunicar su insatisfacción y organizar la
expresión de su protesta. A diferencia de los viejos medios de comunicación,
lentos y pesados, estas herramientas son instantáneas, actúan de forma viral,
aceleran la protesta y son una forma organizativa en sí mismas. Según su mejor
estudioso, el sociólogo español Manuel Castells, crean "un espacio de
autonomía", mezcla del ciberbespacio de las redes y del espacio urbano que
ocupan, que constituye "la nueva forma espacial de los movimientos en
red" (Redes de indignación y de esperanza, Alianza, 2012).
Tan interesantes como los nuevos
movimientos son las respuestas que dan los Gobiernos. Ahí es donde ofrece el
máximo interés la comparación entre la Turquía de Erdogan y el Brasil de Dilma
Rouseff. Mientras el gobierno turco va a seguir con la construcción del centro
comercial en el parque Gezi que suscitó la protesta, muchas ciudades brasileñas
ya han bajado el precio del billete de los transportes urbanos, ante la presión
de un movimiento que quiere transporte gratis.
En uno y otro caso, la reivindicación
concreta ponía a prueba la capacidad de absorción de las protestas por parte de
los respectivos gobiernos. De momento, el primer ministro turco ha lanzado a
sus partidarios a enfrentarse a los manifestantes, los ha denunciado por
terroristas y quiere controlar las redes sociales, mientras que la presidenta
brasileña ha valorado las manifestaciones como "la prueba de la energía
democrática" de su país y ha llamado "a escuchar estas voces que van
más allá de los mecanismos tradicionales, partidos políticos y medios de
comunicación".
Estos nuevos movimientos sociales
organizados en red han demostrado hasta ahora una gran capacidad para mover y
transformar el tablero de juego pero muy poca para capitalizar sus éxitos en
forma de un poder político que, al final, se juega de nuevo en un escenario
electoral y unos parlamentos que les son ajenos. Ahora, de momento, serán
determinantes para el rumbo inmediato de la democracia en Turquía y en Brasil.
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