Mario J. Viera
Cuando hablo de idolatría
no es para referirme a la adoración que en las culturas primitivas se
dispensaba hacia ídolos a los que se atribuía poderes mágicos, maravillosos y
divinos; quiero hablar de otro tipo de idolatría, de esa adoración que en las
sociedades modernas mentes supuestamente definidas como propias de la edad post
moderna se manifiestan en cambio con elementos primitivos. La mente de las
masas presente en individuos que han dejado de pensar coherentemente para
pensar como muchedumbre.
“Personas absolutamente disímiles en materia de inteligencia ─ que
como definiera Gustave Le Bon ─ poseen
instintos, pasiones y sentimientos que son muy similares. En cuestiones de todo
lo que pertenece a la esfera del sentimiento – religión, política, moralidad,
afectos y antipatías, etc. – los hombres más eminentes raramente sobrepasan el
nivel del más ordinario de los individuos. Desde el punto de vista intelectual
puede existir un abismo entre el gran matemático y su zapatero; pero desde el
punto de vista del carácter la diferencia es frecuentemente escasa o
inexistente”.
Son mentes que se dejan
secuestrar por aquellos dotados de un especial carisma que les hacen actuar,
aun individualmente, como masa que les rinde culto y pleitesía. “En la masa es la estupidez y no la
perspicacia lo que se acumula”, afirma Le Bon.
Los medios resaltan figuras
destacadas, goleadores de un equipo de futbol, actores de televisión o de cine,
cantantes de rock o de baladas y los convierten en ídolos adorados por sus
fans, contracción eufemística de “fanático”, que como tales se alegran con los
éxitos de sus ídolos, lloran cuando ellos sufren y les creen a salvo de
cualquier maldad o error. ¡A qué no estarán dispuestos para expresar su amor
por sus ídolos mediáticos!
Ídolos de oropel que
gozando de la fama se creen con derecho a cualquier “excentricidad”, porque
siempre recibirán el aplauso de sus amados fans. No importa si son malacrianzas
de un Justin Bieber o de un Cristiano Ronaldo, todo se les perdona y justifica.
Son ídolos y a los ídolos se les adora, no se les critica. Sin embargo, el
influjo de estos ídolos no es dañino socialmente, salvo alguna ridiculez que
alguien cometa en imitación de su tótem favorito.
Hay otros ídolos que
influyen socialmente y, generalmente, su influjo es nocivo: los líderes
carismáticos, los conductores de multitudes. Ídolos ante los cuales las
multitudes, la masa, someten sus voluntades porque les ven tan llenos de
perfecciones que, como señala María Blanca Deusdad Ayala, los acercan a lo divino
y por tanto los convierten en excelsos. Líderes que poseen la capacidad de
persuadir a las muchedumbres por el uso de la hábil oratoria. Rayos del cielo
como los calificaría Thomas Carlyle, el “héroe”, el “Gran Hombre”, a quienes “los demás hombres le esperan como si fuesen
combustibles, para poder arder también ellos”.
Aquellos atrapados en el
encanto y la gracia del líder carismático son los “dominados carismáticos”, tal
como los definiera Max Weber, carentes del candor de simples seguidores
entusiastas que identifica a quienes adoran a los ídolos de oropel. Lo
dominantes carismáticos son imagen del ideal de belleza, poder y energía del
héroe tal como se presenta en la psiquis de gran parte del populacho como una
especie de culto fálico. El líder visto como el salvador, como el portador de
ansias, de la siempre frustrada realización del individuo reducido a simple
pieza dentro del gran grupo de la mediocridad. Él es la representación de
Prometeo que conquista el fuego para los mortales; es la idealización del
hermoso Apolo que anuncia las buenas nuevas, o del invencible Aquiles que lleva
las huestes aqueas hacia la victoria. Sus palabras prenden fuego, galvanizan,
convencen.
Hitler se levanta sobre
toda Alemania, es el supremo ideal teutónico y todos se rinden ante sus
discursos. No se le puede contradecir; él encarna el ideal de supremacía
alemana; el que levanta a la Nación de la postración a que ha sido sumida por
el humillante Tratado de Versalles. Todos se rinden a su voluntad, es el
caudillo, el Führer, “Salve Hitler” (Heil Hitler) proclamarán las masas. Él es
el Salvador, el Mesías de nuevo tipo. El ídolo de hierro adorado hasta ser
fundido por la derrota ante las fuerzas aliadas… ¡Hitler Kaput!
José Antonio Primo de
Rivera, el ídolo frustrado. Elegante, lleno de energía; su oratoria es
encendida, aunque culta y elegante. Esperanza de España; es la fuerza y el
renacer de la España timorata y clerical. Ídolo de bronce que no puede brillar
con el poder. La cárcel y luego su ajusticiamiento apagaron su ardor.
Y Castro, Fidel Castro,
enamora a las masas con su retórica cargada de sólidas afirmaciones. Es hábil
para enarbolar consignas nacionalistas, frases de incuestionable sabor
populista y demagógicas, que conquistan a las multitudes, que arrastran tras de
sí la veneración llevada hasta la apoteosis que se convierte en idolatría. El
21 de enero de 1959 desde el balcón norte del Palacio Presidencial, exhorta al
populacho a convertirse en cómplice de los juicios sumarísimos y de las
ejecuciones ante el paredón de fusilamiento: “Los que están de acuerdo con la justicia que se está aplicando, los que
están de acuerdo con que los esbirros sean fusilados, que levanten la mano”.
La multitud estalla en aclamaciones. La masa enfebrecida ha dado su sanción, la
sangre de los fusilados, fueran inocentes o fueran culpables, la salpicaría.
Pronto se escucharía el reclamo del pueblo convertido en masa pidiendo a
gritos: “¡Paredón!”, “¡Paredón!” y se oirá la aclamación del caudillo, al grito
de “¡Fidel, Fidel, Fidel!” que, para
un periodista de una agencia extranjera, aquel acompasado clamor le hacía
recordar el saludo “¡Sieg Heil!” de
los nazis alabando a Adolfo Hitler. Luego vendría la completa sumisión: “Fidel, Fidel, dinos que otra cosa tenemos
que hacer”, cantaban las brigadas de alfabetizadores, se cantaría a coro: “Fidel, Fidel, que tiene Fidel que los
americanos no pueden con él” y se terminaría diciendo, con la misma
solemnidad de un soldado prusiano: “Comandante
en Jefe ¡Ordene!” Y como diría Ernesto Guevara en su libelo “El Socialismo y el Hombre en Cuba”: “la masa realiza con entusiasmo y disciplina
sin iguales las tareas que el gobierno fija”.
El pueblo como masa se le
ha sometido y él se yergue soberbio sobre su propio pedestal cual tronante
Zeus, poseedor de todos los rayos con los que fulmina a sus oponentes. Es el
ídolo de madera que con los años se resquebraja en la penitencia de una oscura senilidad.
Otros ídolos existen
adorados por masas entusiastas; son los ídolos de barro. Esos, los que apenas
se elevan por encima de la mediocridad. Políticos jóvenes, no carentes de
belleza personal, hábiles en el empleo correcto de la retórica, plenos de
ansias de poder, demagogos que no se percatan de serlos. Son adorados, tienen
sus particulares fans que les siguen con admirable fidelidad. A sus adeptos les
importa poco si estos ídolos de barro son rechazados por la mayoría pensante,
si pierden una elección… Siempre les adularán y les darán las gracias por
haberles guiado, aunque solo fuera en una pequeña parte del camino.
Son admirables: familia
perfecta, religiosidad perfecta, conversación perfecta… ¿Cómo es posible que no
todos les sigan? Pero, ¿acaso no dice la Biblia que la idolatría es sino el
mayor pecado, al menos uno de los más graves? Sin embargo, sus adoradores se
declaran devotos cristianos, que oran en la mañana y oran antes de ir a la
cama. Precisamente por eso adoran a sus ídolos de barro, porque esos, sus ídolos,
son cristianísimos o, al menos así lo parecen.
Todo político busca ganarse
la simpatía de los electores y luego agradecen que esos electores le otorguen
sus votos. Esto es lo natural; pero ¿darle gracias a un político, solo porque
nos cayó en gracia? Esto es innatural y un descuido enorme de la civilidad. Los
pueblos no tienen que darles gracias a los políticos electos, ellos son mandatarios,
y como tales tienen que cumplir el mandato que les dan los electores. ¿Por qué
agradecer a un político y aún a su familia? “Gracias, Fidel”, le rendían las
turbas al dictador cubano; “¡Salve!” saludaba el populacho a Adolfo Hitler. Castro
se creyó que siempre tenían que agradecerle, que tenían que seguirles fielmente;
Hitler estaba convencido de que era el salvador y creyó que toda Alemania tenía
que serle fiel.
¿Darle gracias a un
mandatario porque construyó un puente, una carretera, un acueducto? ¿Por qué?
Eso, supuestamente, ¿no es su obligación, el cumplimiento del mandato que le
diera el pueblo?
Los
que rinden culto a ídolos son estúpidos y necios. ¡Las cosas a las que rinden
culto están hechas de madera! Traen láminas de plata desde Tarsis y oro desde
Ufa y les entregan esos materiales a hábiles artesanos que hacen sus ídolos (Jeremías 10: 8,9)
Así
ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su
brazo, y su corazón se aparta de Jehová (Jeremías Cap. 17: 5)
Por
tanto, amados míos, huid de la idolatría (1 Corintios 10:14)
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