Tomado
del libro de Eugenio Betancourt Agramonte, “Ignacio Agramonte y la Revolución
Cubana”. La Habana, 1928
No fueron las aventuras
juveniles de Agramonte escándalos amorosos, o de otro género, pues no conoció más
amor que el de su Amalia; sí frecuentes pendencias con oficiales del ejército
español, a los que hizo conocer temprano los peligros de su espada. En aquel
tiempo habían pendencias frecuentes entre los peninsulares e insulares,
principalmente entre los del pueblo y la tropa forastera, y en ocasión de un
insulto de esta a unos cubanos en la fiesta de San Juan (carnaval en Puerto Príncipe),
Ignacio Agramonte, movido por su arrojado y caballeresco espíritu, salió por un
cubano agraviado, y combatió en duelo a muerte con un comandante de caballería
que llevó la peor parte en el terrible encuentro.
En La Habana, se batió con
otro oficial español, de apellido Valero, por un motivo semejante, y concertado
el duelo a muerte, Agramonte, después de haber herido a su contrario, no quiso
darle el golpe de gracia a que tenía derecho con arreglo a las condiciones de
su desafío.
Otra vez reprendió a un
oficial español por haber tomado una silla en la que apoyaba sus pies una señorita
cubana, hermana de Manuel de Quesada. El oficial reconoció su falta, que debió
ser por inadvertencia, y dio sus disculpas; pero enterados sus compañeros de
armas, lo pusieron en la obligación de retar a Ignacio Agramonte, y el desafío
se concertó a espada, y efectuado, quedaron heridos ambos combatientes. El
oficial español alabó la destreza y serenidad del joven camagüeyano, y olvidado
aquel lance, quedaron buenos amigos.
Agramonte era hombre muy
alto (medía seis pies y dos pulgadas), delgado, pero derecho y recio,
fortalecido por el ejercicio del caballo y de la esgrima; tenía los ojos
pardos, grandes, lánguidos y serenos; los cabellos castaños, finos y lacios;
bigote corto, poca barba. Sus facciones eran finas: la nariz aguileña, los
dientes blancos, iguales y bien puestos, y no gruesos los labios (como se ve en
algunos de sus retratos). En la guerra se robusteció mucho, y adquirió buenos
colores, y al morir (dice uno de sus compañeros de armas) tenía la apariencia
militar perfecta.
Era sereno y reflexivo, de
afectos tiernos y apasionados, de voluntad firme e inquebrantable. Era generoso
y leal; sabía comunicar sus pensamientos a los demás, bien por medio de su
elocuente palabra, o bien por medio de la pluma, con estilo claro y preciso;
conocía el modo de llegar al corazón de
los demás: todos entendían sus grandes sentimientos, y en más de una ocasión
hizo asomar lágrimas a los ojos de soldados rudos, al reprenderlos suave y
paternalmente por cualquier falta al orden o a la disciplina. Era modesto y
sencillo, enemigo de la vanidad, la mentira y el engaño, inflexible contra el
desorden y el vicio, valiente hasta la temeridad, y aunque de opiniones
liberales adelantadas, era a la vez práctico y conocedor de lo verdadero, y sabía
llevar a la realidad sus esperanzas, porque a la vez era hombre de grandes
conceptos y de grandes acciones. Conociendo sus deberes, nunca vaciló en
acometer a los enemigos de la justicia y de la virtud; pero siempre lo hizo
leal y descubiertamente, asumiendo la plena responsabilidad de sus hechos. Dice
doña Aurelia Castillo de González, que lo conoció personalmente, en su obra “Ignacio Agramonte en la Vida Privada”: “Estaba exento de vicios y lleno de virtudes;
y ni la sombra de una mancha permitió que pasase sobre el limpísimo cristal de
su honor”.
Aunque sabía sus méritos,
jamás hacía alarde de ellos, era delicado y respetuoso con todos los que lo
trataban, sin distinción de personas, por lo cual hallaba amigos dondequiera
que iba, y aun sus propios enemigos reconocieron siempre su hidalguía.
Jamás se dejó llevar por
sus pasiones, porque tenía dominio absoluto de sí mismo. No se quejaba de los
dolores del cuerpo ni de los del alma. Jamás vaciló en sus determinaciones, y
su espíritu de sacrificio lo llevó al extremo de perder, primero su riqueza,
después su tranquilidad y felicidad conyugal, y por último su propia vida, todo
en beneficio de la revolución cubana.
Decía Antonio Zambrana: “La moral de Ignacio Agramonte era
inalterable: para ella no había ni tentaciones ni distingos. Nos prometimos mi
mujer y yo fidelidad mutua cuando nos casamos, decía en cierta ocasión a un mozo
que motejaba su castidad incorruptible, no me creo menos ligado que ella por
ese compromiso: cuando contraigo alguno es siempre para cumplirlo rigurosamente”.
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