lunes, 10 de octubre de 2011

Cuando los cubanos se hicieron soldados de la libertad

Mario J. Viera

Amanecía aquel fresco día del otoño tropical. Se escuchaba el canto de los gallos y el trinar alegre de algún sinsonte. Por sobre las verdes montañas, que parecían cercanas, casi al alcance de la mano, se asomaba el sol. El batey del ingenio se iba animando como ocurría siempre, pero en esta ocasión se notaba que había algo inusual, diferente al resto de los otros días.
Frente a la residencia del amo, aguardaba la dotación de esclavos, convocada por la campana del batey. Pero un ajetreo desacostumbrado se producía desde la noche que ahora se desvanecía. Atados a los horcones estaba numerosa cabalgadura. En la vivienda se reunían hombres de fuera del ingenio en torno al amo, al dueño del Ingenio La Demajagua, aquel ardoroso abogado bayamés llamado Carlos Manuel de Céspedes.
Era la mañana del 10 de octubre de 1868 en la región de Manzanillo. Tres días antes se había recibido un telegrama del Capitán General de la isla en el que se ordenaba la captura de destacados conspiradores bayameses, entre los que se mencionaba a Carlos Manuel, Perucho Figueredo y Aguilera. El telegrafista resultó ser un sobrino de Carlos Manuel quien le comunicara a Perucho Figueredo el texto de la orden.
Ruinas del Ingenio La Demajagua

Carlos Manuel, que siempre se mostrara ansioso por iniciar la revuelta en contra del poder colonial; que antes había arengado en una reunión conspirativa en la zona de Las Tunas diciendo: “Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!”; Que ante la resolución de algunos conspiradores atrasar la fecha para la insurrección había declarado: “Todo lo sé, pero no es posible aguardar más tiempo. Las conspiraciones que se preparan mucho, siempre fracasan, porque nunca falta un traidor que las descubra”; se decidía ahora a dar el grito de independencia acompañado de unas decenas de partidarios a los que rápidamente había convocado al ingenio La Demajagua.
En la noche una joven campesina, la hija del mayoral de la finca, Candelaria Acosta a la que todos conocían como Cámbula había sido llamada para que confeccionara la bandera que habían trazado los patriotas, la bandera que su diseño recuerda a la bandera chilena pero posiblemente inspirada en el estandarte tejano.

Y mientras la joven cosía la bandera, Carlos Manuel y sus asociados redactaban apresurados el Manifiesto de la Demajagua, la proclamación del derecho supremo a la rebelión. En el manifiesto se exponían las causas que impulsaba a aquel grupo de cubanos a alzarse en armas, la triste suerte de los hijos de la isla de Cuba que por la falta de las libertades públicas “se ven expulsados de su suelo a remotos climas o ejecutados sin forma de proceso, por comisiones militares establecidas en plena paz...” y por esa carencia de libertad “los cubanos no pueden hablar, no pueden escribir, no pueden siquiera pensar y recibir con agasajo a los huéspedes que sus hermanos de otros pueblos les envían”; y clamaba: “Cuando un pueblo llega al extremo de degradación y miseria en que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio. El empleo de las más grandes naciones autoriza ese último recurso. La isla de Cuba no puede estar privada de los derechos que gozan otros pueblos, y no puede consentir que se diga que no sabe más que sufrir. A los demás pueblos civilizados toca interponer su influencia para sacar de las garras de un bárbaro opresor a un pueblo inocente, ilustrado, sensible y generoso. A ellos apelamos y al Dios de nuestra conciencia, con la mano puesta sobre el corazón. No nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, sólo queremos ser libres e iguales, como hizo el Creador a todos los hombres”.
El manifiesto fue firmado por Carlos Manuel de Céspedes, Jaime M. Santiesteban, Bartolomé Masó, Juan Hall, Francisco J. Céspedes, Pedro Céspedes, Manuel Calvar, Isaías Masó, Eduardo Suástegui, Miguel Suástegui, Rafael Tornés, Manuel Santiesteban, Manuel Socarrás, Agustín Valerino, Rafael Masó, Eligio Izaguirre.
Con la bandera que habían confeccionado y rodeado de aquel pequeño grupo de entusiastas orientales Céspedes concedió la libertad a sus esclavos a los que llamó “ciudadanos”. Céspedes inició su arenga con las siguientes palabras: “Ciudadanos, ese sol que veis   viene a alumbrar el primer día de libertad e independencia de Cuba”, y a sus antiguos siervos les dijo: “Ciudadanos, hasta este momento habéis sido esclavos míos. Desde ahora sois tan libres como yo. Cuba necesita de todos sus hijos para conquistar su independencia. Los que me quieran seguir, que me sigan: los que se quieran quedar, que se queden. Todos seguirán tan libres como los demás”.
Fue aquella hermosa mañana cuando los cubanos se hicieron soldados de la libertad.
Han transcurrido 143 años de aquel amanecer. Cuba no padece bajo un extranjero poder que le niegue el derecho a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, ahora se encuentra humillada por el despotismo de un pequeño grupo de personas nacidas en su suelo que se aferran al poder pisoteando todos los derechos ciudadanos.
Todavía están vigentes los enunciados del Manifiesto de La Demajagua. El régimen impuesto por el hijo de uno de los soldados españoles que peleó contra los cubanos en su última guerra de independencia ha renovado los mismos males y vicios que sufrían los cubanos bajo el poder colonial español.
La isla de Cuba no puede estar privada de los derechos que gozan otros pueblos, y no puede consentir que se diga que no sabe más que sufrir”; es el mismo reclamo que hoy elevan los opositores al castrismo. También hoy “los cubanos no pueden hablar, no pueden escribir, no pueden siquiera pensar y recibir con agasajo a los huéspedes que sus hermanos de otros pueblos les envían” y los hijos de la mayor de las Antillas, como antes fuera, “se ven expulsados de su suelo a remotos climas o ejecutados sin forma de proceso, por comisiones militares establecidas en plena paz...”
Todavía esperan los cubanos ver ese sol “alzarse por la cumbre del Turquino” alumbrando el primer día de su libertad. La hora de ahora “es solemne y decisiva”; el poder de la dictadura “está caduco y carcomido. (...) Si aún nos parece fuerte y grande” es porque por más de cinco décadas “lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!”.


MANIFIESTO DE LA JUNTA REVOLUCIONARIA DE CUBA (10 de octubre de 1868)

Manzanillo
10 de octubre de 1868.

Al levantarnos armados contra la opresión del tiránico gobierno español, siguiendo la costumbre establecida en todos los países civilizados, manifestamos al mundo las causas que nos han obligado a dar este paso, que en demanda de mayores bienes, siempre produce trastornos inevitables, y los principios que queremos cimentar sobre las ruinas de lo presente para felicidad del porvenir.

Nadie ignora que España gobierna la isla de Cuba con un brazo de hierro ensangrentado; no sólo no la deja seguridad en sus propiedades, arrogándose la facultad de imponerla tributos y contribuciones a su antojo, sino que teniéndola privada de toda libertad política, civil y religiosa, sus desgraciados hijos se ven expulsados de su suelo a remotos climas o ejecutados sin forma de proceso, por comisiones militares establecidas en plena paz, con mengua del poder civil. La tiene privada del derecho de reunión, como no sea bajo la presidencia de un jefe militar; no puede pedir el remedio a sus males, sin que se le trate como rebelde, y no se le concede otro recurso que callar y obedecer.

La plaga infinita de empleados hambrientos que de España nos inunda, nos devora el producto de nuestros bienes y de nuestro trabajo; al amparo de la despótica autoridad que el gobierno español pone en sus manos y priva a nuestros mejores compatriotas de los empleos públicos, que requiere un buen gobierno, el arte de conocer cómo se dirigen los destinos de una nación; porque auxiliadas del sistema restrictivo de enseñanza que adopta, desea España que seamos tan ignorantes que no conozcamos nuestros sagrados derechos, y que si los conocemos no podemos reclamar su observancia en ningún terreno.

Amada y considerada esta Isla por todas las naciones que la rodean, que ninguna es enemiga suya, no necesita de un ejército ni de una marina permanente, que agotan con sus enormes gastos, hasta las fuentes de la riqueza pública y privada; y sin embargo, España nos impone en nuestro territorio una fuerza armada que no lleva otro objeto que hacernos doblar el cuello al yugo férreo que nos degrada.

Nuestros valiosos productos, mirados con ojeriza por las repúblicas de los pueblos mercantiles extranjeros que provoca el sistema aduanero de España para coartarles su comercio, si bien se venden a grandes precios con los puertos de otras naciones, aquí, para el infeliz productor, no alcanzan siquiera para cubrir sus gastos: de modo que sin la feracidad de nuestros terrenos, pereceríamos en la miseria.

En suma, la isla de Cuba no puede prosperar, porque la inmigración blanca, única que en la actualidad nos conviene, se ve alejada de nuestras playas por la innumerables trabas con que se la enreda y la prevención y ojeriza con que se la mira.

Así pues, los cubanos no pueden hablar, no pueden escribir, no pueden siquiera pensar y recibir con agasajo a los huéspedes que sus hermanos de otros pueblos les envían. Innumerables han sido las veces que España ha ofrecido respetarle sus derechos, pero hasta ahora no ha visto el cumplimiento de sus palabra, a menos que por tal no se tenga la mofa de asomarle un vestigio de representación, para disimular el impuesto único en el hombre, y tan crecido, que arruina nuestras propiedades al abrigo de todas las demás cargas que le acompañan.

Viéndonos expuestos a perder nuestras haciendas, nuestras vidas y hasta nuestras honras, me obliga a exponer esas mismas adoradas prendas, para reconquistar nuestros derechos de hombres, ya que no podemos con la fuerza de la palabra en la discusión, con la fuerza de nuestros brazos en los campos de batalla.

Cuando un pueblo llega al extremo de degradación y miseria en que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio. El empleo de las más grandes naciones autoriza ese último recurso. La isla de Cuba no puede estar privada de los derechos que gozan otros pueblos, y no puede consentir que se diga que no sabe más que sufrir. A los demás pueblos civilizados toca interponer su influencia para sacar de las garras de un bárbaro opresor a un pueblo inocente, ilustrado, sensible y generoso. A ellos apelamos y al Dios de nuestra conciencia, con la mano puesta sobre el corazón. No nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, sólo queremos ser libres e iguales, como hizo el Creador a todos los hombres.

Nosotros consagramos estos dos venerables principios: nosotros creemos que todos los hombres son iguales, amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias; respetamos las vidas y propiedades de todos los ciudadanos pacíficos, aunque sean los mismos españoles, residentes en este territorio, admiramos el sufragio universal que asegura la soberanía del pueblo; deseamos la emancipación gradual y bajo indemnización, de la esclavitud; el libre cambio con las naciones amigas que usen de reciprocidad; la representación nacional para decretar las leyes e impuestos, y, en general, demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre, constituyéndonos en nación indendiente, porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos, y porque estamos seguro que bajo el cetro de España nunca gozaremos del franco ejercicio de nuestros derechos.

En vista de nuestra moderación, de nuestra miseria y de la razón que nos asiste, ¿qué pecho noble habrá que no lata con el deseo de que obtengamos el objeto sacrosanto que nos proponemos? ¿Qué pueblo civilizado no reprobará la conducta de España, que se horrorizará a la simple consideración de que para pisotear estos dos derechos de Cuba, a cada momento tiene que derramar la sangre de sus más valientes hijos? No, ya Cuba no puede pertenecer más a una potencia que, como Caín, mata a sus hermanos, y, como Saturno, devora a sus hijos. Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada, para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos, y si la misma España consiente en dejarla libre y tranquila, la estrechará en su seno como una hija amante de una buena madre; pero si persiste en su sistema de dominación y exterminio segará todos nuestros cuellos, y los cuellos de los que en pos de nosotros vengan, antes de conseguir hacer de Cuba para siempre un vil rebaño de esclavos.

En consecuencia hemos acordado unánimemente nombrar un jefe único que dirija las operaciones con plenitud de facultades, y bajo su responsabilidad, autorizado especialmente para nombrar un segundo y demás subalternos que necesite en todos los ramos de administración, mientras dure el estado de guerra, que conocido como lo está el carácter de los gobernantes españoles, forzosamente ha de seguirse a la proclamación de la libertad de Cuba. También hemos nombrado una comisión gubernativa de cinco miembros para ayudar al General en Jefe en la parte política, civil y demás ramos de que se ocupa un país bien reglamentado. Asimismo decretamos que desde este momento quedan abolidos todos los derechos, impuestos, contribuciones y otras exacciones que hasta ahora ha cobrado el gobierno de España, cualquiera que sea la forma y el pretexto con que lo ha hecho y que sólo se pague con el nombre de ofrenda patriótica, para los gastos que ocurran durante la guerra, el 5 por ciento de la renta conocida en la actualidad, calculada desde este trimestre, con reserva de que si no fuese suficiente pueda aumentarse en lo sucesivo o adoptarse alguna operación de crédito, según lo estimen conveniente, las juntas de ciudadanos que al afecto deben celebrarse.

Declaramos que todo los servicios prestados a la patria serán debidamente remunerados; que en los negocios, en general, se observe la legislación vigente, interpretada en sentido liberal, hasta que otra cosa se determine, y por último, que todas las disposiciones adoptadas sean puramente transitorias, mientras que la nación ya libre de sus enemigos y más ampliamente representada, se constituya en el modo y forma que juzgue más acertado.

El general en jefe, Carlos Manuel de Céspedes.

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