Mario J. Viera
Raúl Castro no es un ideólogo, tampoco un visionario febril como su hermano Fidel; no es dado a discursos cargados de figuras de pensamiento; carece de ese algo que se conoce como carisma; él es un eficiente burócrata de gran pragmatismo, un pragmatismo frío y calculador. Mide sus pasos, cada acto lo piensa previamente calculando los pros y contras de sus decisiones. Su objetivo es sostenerse en el poder.
Raúl conoce sus limitaciones; sabe perfectamente que carece de la habilidad mañosa de Fidel Castro para manejar a sus subalternos y sostenerles fieles a su mandato; por eso mantiene o intenta mantener vivo el mito de Fidel Castro, el padre fundador de la dinastía y del régimen. Es al mismo tiempo imprevisible como su hermano y mentor. Decide en concordancia con las situaciones que se le presentan y por tanto, calcula los riesgos, mide la lealtad de sus colaboradores y se rodea de aquellos en los que puede confiar, sin dejar de un lado a sus posibles rivales por el poder manteniéndoles de cerca y bajo control.
Hace siempre lo que considera más efectivo para asegurarse de su poder. Como se da cuenta de que el régimen está próximo a la agonía emprende una reforma económica que le permita ganar un poco más de tiempo y se desprende de las figuras jóvenes, de todos aquellos sin el historial de la lucha guerrillera y coloca en posiciones claves a sus incondicionales. Al mismo tiempo, emprende la excarcelación de los presos políticos para limpiar la cara del sistema y se aprovecha del auxilio que le ofrece la jerarquía católica, al mismo tiempo que mantiene un nivel de represión constante, sin recurrir a las condenas de prisión pero sin aflojar el rigor de la persecución y acoso a los detractores de su gobierno, solo por el tiempo que le sea necesario aparentar un perfil represivo mínimo.
Carlos Alberto Montaner describe el carácter de Raúl como “lacónico, sentimental, hogareño, llorón, refractario tenaz a las lecturas y enemigo a muerte de las abstracciones teóricas, pragmático, organizado, bromista, capaz de tener gestos caseros de afecto y solidaridad. Más que la historia, a Raúl le interesan las peleas de gallos, el whisky y las fiestecillas entre camaradas, lo que no le impide fusilar a cualquiera...”
Y Raúl Castro conoce perfectamente que el poder corrompe; su propia familia es corrupta, como su hijo Alejandro Castro Espín (El Tuerto), como su nieto Raúl Rodríguez Castro (El Cangrejo); como los hijos de Fidel Castro. Sabe muy bien que los principales dirigentes de su gobierno son corruptos, que en la alta oficialidad prima la corrupción y no se confía. El dirigente corrupto puede ser un enemigo en potencia para su poder, sus ambiciones no tienen límites.
Entonces se lanza en una selectiva ofensiva contra la corrupción dando la impresión de ser intransigente ante cualquier actividad corrupta que ponga en peligro la pureza revolucionaria. El diario El Universal de Caracas cita las palabras del historiador militar canadiense, Hal Klepak quien aseguró: “En un país donde la corrupción no es a gran escala pero sí muy amplia, el Gobierno quiere que la gente tome en serio su campaña anticorrupción y tiene que demostrar que se está haciendo al más alto nivel y en una forma dramática”. Así, en 2009, Raúl Castro crea la Contraloría General de la República colocada bajo la supervisión del Consejo de Estado y más directamente bajo su propia supervisión poniendo al frente de la misma a la ministra de Auditoría y Control Gladys María Bejerano Portela.
Y comenzó la guillotina moral a cortar cabezas de altos funcionarios. A principios de marzo de 2010 es destituido el general Rogelio Acevedo, uno de los históricos que ya cuando contaba 16 años había alcanzado el grado de teniente de la guerrilla castrista, de su cargo al frente del Instituto de Aeronáutica Civil de Cuba, sin que se diera a conocer las causas de su destitución, aunque en apariencias por motivos de corrupción.
No obstante, el periodista independiente Jorge Olivera Castillo, en un artículo aparecido en Cubanet bajo el título de Corruptos expresa una opinión que es compartida por muchos en Cuba: “El general Rogelio Acevedo, que dirigía las actividades relacionadas con la aviación civil, es un buen ejemplo para subrayar que la justicia no opera igual para todos. Amasar una inmensa fortuna, a cuenta de los desvíos de recursos del estado, inversiones fraudulentas, entre otras maniobras ilícitas, nada significó para que su destino cambiara. Al menos su nombre, ni el de ninguno de sus familiares, aparecieron entre los sancionados en un sonado caso de corrupción, que incluyó a un antiguo escolta del desaparecido presidente chileno Salvador Allende, otrora residente en Cuba y protegido del ex gobernante Fidel Castro”.
Pero el caso del general Acevedo tiene más que nada una señal de advertencia enviada por Raúl Castro a los altos cargos oficiales, al igual que la medida que se tomara en contra de Felipe Pérez Roque y Carlos Lage y toda la paranoia de controles anti corrupción que amenaza la paz mental de muchos funcionarios y ejecutivos de las empresas y organismo estatales. Se trata de sembrar el temor. Se trata de decir a las claras: ¡Nadie está seguro!
El objetivo básico no es frenar la corrupción es hacer claro que todos los mandos del gobierno pueden ser abatidos con el expediente de la corrupción y garantizar de este modo la lealtad al nuevo liderazgo. Mientras se comprometan con el gobierno, con la dirección de Raúl, sin desvaríos, sin apartarse un milímetro de la línea trazada; mientras no se conviertan en un peligro imaginable o real no serán tocados. El Hermano Menor está vigilante.
Mientras tanto toda la campaña contra la corrupción continuará vigente, con la amenaza de la auditoría sobre las empresas estatales; actuando contra figuras de bajo nivel, decapitando de cuando en vez a un alto ejecutivo de una empresa o quemando en la pira de la pureza revolucionaria a un desdichado viceministro, como víctima propiciatoria de los planes de poder del pragmático, frío y calculador Raúl Castro.
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