sábado, 22 de octubre de 2011

Indignados e infiltrados

Roberto Casín. EL NUEVO HERALD
Además del que ya llevan no se me ocurre otro calificativo mejor que el de desafortunados. Porque esa en el fondo es la razón que les exalta la ira. Son miles, y el número crece, y aunque no se han puesto de acuerdo para una demanda específica los mueve el mismo furor contra los abusos del poder financiero, aquí, allá y en todas partes. Muchos perdieron sus casas, el empleo y hasta el sueño. Pero por suerte todavía no han perdido la fe.

Los indignados lo están de verdad, con un enojo que puede parecerse al que hemos visto en Túnez, en El Cairo, en Trípoli o en Damasco. Aunque el escenario de las protestas sea bien diferente y acá no anden reclamando libertades políticas, de las que ya gozan. Las que tienen lugar desde Nueva York hasta Los Ángeles, desde Madrid hasta Bruselas, y desde Tokio hasta Sydney tienen un patrón común: hombres y mujeres hartos de que les tomen el pelo, de que los expriman como limones y de que a la hora de las urgencias, los primeros auxilios terminen favoreciendo a quienes en vez de paracaídas de oro merecen que se les tire al abismo.

Todos se preguntan qué van a hacer ahora los gobiernos después de haber rescatado del naufragio a los grandes bancos que provocaron la tormenta. La respuesta todavía nadie la sabe. Al cabo de semanas de estar “ocupando” Wall Street, un enjambre de manifestantes ha logrado llamar la atención de la prensa y poner al desnudo las iniquidades que traen al mundo de mal en peor y que están desmoronando los únicos buenos ejemplos que nos quedan de sociedades erigidas sobre el fundamento de las libertades individuales, cada vez más sofocadas por los excesos de la avaricia.

La gente está expresando sus frustraciones frente a quienes se han enriquecido embaucando sin reparos ni límites. Pero el mar de tiendas en las que muchos acampan desde hace semanas frente a Wall Street y en otros sitios de Estados Unidos no parece haber hecho olas todavía donde más se necesita el fragor de la rompiente. O acaso no tiene tanta culpa el que abusa como el que lo consiente. En otras palabras, que la desmedida falta de escrúpulos de algunos banqueros termina justamente donde empieza la ética de los políticos.

Por ahora sobran razones para indignarse también con los que no se indignan porque no creen que así vayan a tumbarles la careta a todos los caradura, a los que se aprovechan de la falta de regulación en los mercados, a los que se venden como leones del pueblo y acaban como gatos matreros haciéndose los de la vista gorda ante el desmadre.

Las encuestas de opinión –con las que no las tengo todas– han comenzado no obstante a revelar el rumbo de la efervescencia pública. Y la semana pasada una de la cadena ABC News y el diario Washington Post puso de manifiesto que siete de cada diez estadounidenses (70 por ciento) ven con mala voluntad a Wall Street, y que prácticamente la misma cantidad (68 por ciento) le echan la culpa de sus desgracias a Washington, incluidos gobierno y legisladores.

Pero el peligro ronda. Por los desalmados que se infiltran en la muchedumbre para promover el desorden y la anarquía. Por las revueltas de odio, una especialidad de los comunistas, a quienes siempre les ha sido más fácil demoler que edificar. Está entre los que vociferan que “el pueblo unido jamás será vencido”, una consigna de barricada tan frecuente ya en las multitudes donde lo mismo se mezclan vándalos con padres de familia que anarquistas con demócratas. El peligro está en creer que hay que matar al capitalismo cuando lo único que necesita es un buen purgante.

Lo he dicho antes. Los servidores públicos con vocación de prestar ayuda a los necesitados, y de proporcionar más que de sustraer, se han ido extinguiendo. También los hombres de negocios que conocimos hace medio siglo, por lo general solícitos con las preocupaciones y urgencias de sus empleados, que vivían confortablemente gracias a su ingenio pero sin ostentaciones, que sabían cuál era el límite de la codicia y que inspiraban más estampa de caballeros que de forajidos. Bastaría con que la justificada exaltación de los indignados tomara su debido cauce.

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