Eugenio Yáñez, Miami
Veintitrés meses después de haber sido derrocado por la fuerza de la presidencia de Honduras —período que incluye varias payasadas y dieciséis meses de exilio en República Dominicana— el ex presidente Manuel Zelaya ha regresado a Honduras tras los Acuerdos de Cartagena, firmados entre los presidentes Hugo Chávez de Venezuela, José Manuel Santos de Colombia, y Porfirio Lobo de Honduras.
Nunca es bueno que existan exilios: los exiliados son siempre el resultado de un gobierno donde ejercer legalmente la oposición se castiga de manera tal que pone en peligro la libertad o la integridad física y moral de una persona. Por eso, la cantidad de exiliados es inversamente proporcional al grado de libertades políticas y civiles que existe en un país.
En el caso de Mel Zelaya, sin embargo, hay una serie de circunstancias que se deben analizar para comprender la profundidad del proceso actual.
Durante su mandato presidencial Zelaya tomó decisiones y preparaba varias acciones que los poderes legislativo y judicial consideraron contrarias a la ley del país, entre ellas la de convocar una consulta popular para modificar la Constitución y autorizar la reelección presidencial, expresamente prohibida en la Ley Fundamental.
Los poderes legislativo y judicial e Honduras tenían en su mano la posibilidad de actuar constitucionalmente para impedir las acciones del Presidente consideradas violadoras de la Constitución, pero en vez de hacerlo como correspondía tomaron la poco recomendable decisión de actuar como clásica república bananera: las fuerzas armadas penetraron en la habitación presidencial durante la madrugada y subieron a Zelaya a la fuerza en un avión que lo depositó en Costa Rica contra su voluntad.
Fue tan burdo el procedimiento que la comunidad internacional condenó el hecho casi unánimemente, y tuvimos que escuchar hasta a Raúl Castro, Hugo Chávez, Daniel Ortega y Evo Morales, muy destacados demócratas todos ellos, dando lecciones de democracia a América Latina mientras condenaban lo que se definió como un golpe de Estado.
Agotarían las consideraciones jurídicas de uno y otro bando determinar si en esencia se trató de un golpe de Estado o no, pero el hecho cierto —en términos de realpolitik— es que fue considerado un golpe por la comunidad internacional.
Hugo Chávez impuso la petrofuerza a favor de su aliado Zelaya, y el entonces presidente brasileño Lula da Silva se prestó a una bochornosa componenda, facilitando el regreso clandestino del depuesto y su refugio en la embajada de Brasil en Tegucigalpa, mientras toda la izquierda latinoamericana —la verdaderamente democrática y también la que no lo es— manifestaron su apoyo al ex mandatario hondureño, quedando en minoría los gobiernos de América Latina que no condenaban la acción.
Estados Unidos quedó entre dos fuegos —su compromiso con la democracia y una “nueva relación” con América Latina, por un lado, y lo grotesco del hecho de fuerza impuesto durante una madrugada en las mejores tradiciones del gorilismo latinoamericano— y tuvo que llamar al respeto de la legalidad democrática y las leyes.
Las presiones de Chávez y su claque lograron que ni siquiera la convocatoria a elecciones en la fecha prevista, la realización de las mismas sin irregularidades demostradas, y la elección constitucional del presidente Porfirio Lobo, fueron suficientes para propiciar un regreso a la normalidad: Honduras se mantiene aún expulsada de la OEA y sin acceso a créditos imprescindibles para paliar la difícil situación económica y la pobreza crónica de su población.
Se supone que los Acuerdos de Cartagena pongan fin a esta situación y que con el regreso de Zelaya se pueda disfrutar de una situación normal en el país.
El problema estriba en lo que se considere como “situación normal” en Honduras en estos momentos. Todos los cargos y acusaciones que pesaban contra el ex presidente fueron retirados, por lo que Zelaya puede desarrollar la vida política en su país como cualquier otro ciudadano.
Pero su aspiración presidencial, de entrada, vuelve a chocar con el mismo obstáculo que llevó a su derrocamiento hace dos años: como ex presidente no tiene derecho a reelección, a menos que una reforma constitucional autorizara esa posibilidad, y para una reforma constitucional de esa magnitud hace falta un plebiscito.
Ese tema se incluyó en el acuerdo firmado por el presidente Lobo, pero hay que definir cómo, cuándo, quién y en qué condiciones podría convocar ese plebiscito. Las leyes de Honduras parecen muy claras en este sentido, pero no así los criterios de Zelaya y sus seguidores del Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP).
El ex presidente había declarado que no aspirará en las elecciones presidenciales del 2013, lo cual no es una concesión de su parte, pues la ley se lo prohíbe. El FNRP pretende, si no se soluciona antes el tema de la consulta popular, llevar como candidata presidencial a la esposa, Xiomara Castro, lo cual casi equivaldría a tener a Mel de presidente de Honduras otra vez.
Veamos si la situación hondureña puede transitar todo el tiempo por cauces democráticos y de respeto al Estado de derecho, sin violencia ni derramamiento de sangre. Si dentro de esos marcos Mel Zelaya lograra nuevamente ganar la presidencia, no a través de su esposa, hay que respetar la voluntad del pueblo hondureño, y los Acuerdos de Cartagena podrán considerarse un éxito.
De lo contrario, serán solamente un fracaso más de los que, tristemente, está repleta eso que consideramos democracia en lo que llamamos Nuestra América.
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