Se puede hablar con entusiasmo de los proyectos del caudillo que alguien admire; se puede resaltar su personalidad con argumentos que pueden ser o no compartidos por otros; pero eso sí, decirlo con dignidad sin caer en la adulonería, en el ampuloso lenguaje de la bellaquería y mucho menos en hacer el panegírico del culto a la personalidad de ese caudillo, jefezuelo, agitador o líder político.
Veamos como inicia la perorata literaria el artículo “La revolución nació para dar luz y vida”: “Qué porfía la de nuestra historia, la de nuestro pueblo, la de nuestros grandes hombres”. Parece el canto inicial de un poema épico, heroico, divino, la introducción de la obra titánica de héroes epónimos; pero no, no se pretende una obra cantando con la licencia de la poesía la gloria de una época, sino pretendiendo resaltar hasta la cursilería el accionar cotidiano de un sector del espectro político del país.
Hay como un orgasmo literario al resaltar el canto extraño, el himno extranjerizo de la Internacional, entonado por un grupo de delegados del partido que se adueñó de la representatividad nacional: “Qué fuerza la de tantas manos unidas y la de tantas gargantas entonando a viva voz las notas de La Internacional en la histórica sesión de clausura del recién finalizado Sexto Congreso del Partido, donde, al igual que en Girón, el pueblo todo volvió a erigirse protagonista de estos tiempos”.
En cubano se utiliza para destacar la cursilería el término de “picuismo” y eso es la caracterización que merecen tan apasionadas frases: Picúas. Es verdad lo que se afirma que de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso.
Así que “el pueblo todo volvió a erigirse protagonista de estos tiempos” ¿Quién dijo? ¿De dónde saca tal aseveración la autora del artículo? La realidad es que el pueblo de Cuba no es protagonista de nada, no actúa, no representa nada para los verdaderos protagonistas de la tragedia puesta en escena por los mandarines, si acaso solo posee la categoría de un mudo y paciente espectador.
No se concatena el segundo párrafo con el primero: “Así es nuestra Cuba, así somos los cubanos, dueños de una Revolución que nació para dar luz y vida, para volverse eternamente inmensa también en cada párrafo del discurso de Raúl, que respondió a la mayoría de las inquietudes de la población, porque precisamente fue escrito para ella”.
¿Cómo somos los cubanos? ¿Entonadores de un himno que nada tiene que ver con nuestra tradición histórica? ¡Ah, no ─ nos dirá la brillante escribiente ─, somos los dueños de una Revolución! Pero ¿cuál revolución? Un pueblo que ni siquiera tiene derecho a elegir a un grupo de delegados que se reunirán a nombre de un partido político para decidir a nombre del pueblo su destino inmediato.
Tal vez la revolución nació para dar luz y vida, pero desgastada por largos años de ejercicio caprichoso se apagó por el camino y acabó con la vida, con la vida nacional, con la vida cívica, sin contar con tantos y tantos que murieron en el paredón, sin contar con los miles que han sufrido prisión injusta solo por el delito de pensar en contrario dentro de una supuesta revolución que les pertenecía.
El discurso del general Raúl Castro no dio respuesta ni a la mayoría, ni a nadie a sus inquietudes más bien las incrementó. Fue la respuesta a los intereses del vejestorio que se ha adueñado del poder en Cuba, la garantía de seguir con su poder al menos por diez años más y dejar para por lo menos un quinquenio la poca esperanza de unas supuestas reformas económicas.
Decir que "En este proceso quien decide es el pueblo" es solo pronunciar ocho simples palabras, es afirmar lo que se quiera afirmar, sin demostrarlo con hechos irrefutables. Para demostrar la veracidad de tal afirmación solo es válido un procedimiento, someter los acuerdos arribados en el congreso de los comunistas al escrutinio popular en un referendo por medio del voto libre y secreto, y supervisado por observadores internacionales, lo demás es pura retórica vacía.
Por supuesto el culto a la personalidad de los dirigentes del partido comunista, de los usurpadores del poder gubernamental, no podía faltar en la exaltada crónica. Digan si no es ridícula e inexacta el fervoroso loar: “Jóvenes sencillos, tímidos o carismáticos, que al igual que otros miles de cubanos nos emocionamos hasta el límite de lo imposible este 19 de abril en el Palacio de Convenciones al ver llegar a Fidel y Raúl a la sesión de clausura del Sexto Congreso. Juntos, y como siempre, guías y luces de la Revolución”.
Las luces de la revolución, ¡Valla fracesita! Tal parece que fuera pronunciada por un alabardero de Corea del Norte refiriéndose al “querido líder” Kim Jong-II. “Guías y luces”, las sombras vivientes del fracaso, de la ruina, de la represión.
Y la autora cita las palabras del menor de los Castro calificándolas de acertadas: "Fidel es Fidel, y no precisa de cargo alguno para ocupar, por siempre, un lugar cimero en la historia, en el presente y el futuro de la nación cubana". Que diga lo que se le antoje. El no puede avizorar la historia como para asegurar que el viejo usurpador ocupará un cimero lugar en la historia. Eso se decía de Adolfo Hitler, como se decía de Benito Mussolini, como quizá se llegó a decir de Nerón. La historia no le absolverá, como no lo ha hecho con Hitler, ni con Mussolini, ni con Nerón. La historia si recuerda los campos de concentración nazis, las violencias de las camisas negras del fascismo y los miles de cristianos que perecieron en el circo romano. La historia no ha olvidado a las víctimas y ha condenado a los victimarios.
Quizá el VI Congreso del Partido Comunista llegue a ser histórico, pero no por sus resoluciones, sino porque, tal vez, sea el último congreso que celebre ese partido en el poder.
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