Carlos Alberto Montaner. EL NUEVO HERALD
¿Qué les deja Chávez a los
venezolanos? Les deja tres legados y todos están envenenados: una forma
disparatada de gobernar, el loco socialismo del siglo XXI, y un modelo
neopopulista basado en el asistencialismo-clientelista.
Primero, les deja el recuerdo de un
personaje pintoresco que era muy divertido. Gobernaba mal, pero era entretenido
y daba mucha cancha en los telediarios. Fueron catorce años de sobresaltos, sin
un minuto de aburrimiento. Cantaba, jugaba al béisbol, insultaba, se peleaba
con medio mundo y luego se amigaba, como ocurrió con el presidente colombiano
Juan Manuel Santos, a quien parecía que le declararía la guerra, pero acabó
declarándole el amor más intenso, sentimiento que luego, para sorpresa de
todos, resultó ser mutuo.
Así no se dirige un país. Es un mal
ejemplo que enseguida se propaga. Maduro es un aprendiz de Chávez. Esa manera
excéntrica de comparecer en la vida pública, a la que alguna gente llama
“carisma”, suele generar una gran atracción entre las clases latinoamericanas
menos educadas, pero siempre conduce al desastre. La seriedad, ciertamente, no
da réditos electorales en aquellos parajes tumultuosos, mas no se debe
renunciar a ella.
En segundo lugar, Hugo Chávez deja
instalado entre sus huestes el sucedáneo de una visión ideológica. El
Socialismo del Siglo XXI no es una ideología, por mucho que se empeñe Heinz
Dieterich, su alegre teórico alemán-mexicano. Es un sucedáneo compuesto por tres
elementos nocivos: antiamericanismo, estatismo antimercado y rechazo a la
propiedad privada como modo de generar riqueza.
De esos tres factores, el
verdaderamente clave, el que los une, es el antiamericanismo. Como Hitler
estaba convencido de que todos los males que padecía la humanidad derivaban de
la existencia y acciones de los judíos, lo que lo llevó a masacrarlos
cruelmente, Chávez, de la mano y las magulladas neuronas de Fidel Castro, murió
totalmente persuadido de que la Casa Blanca era, realmente, la guarida de
Satán.
Sólo así se explica que afirmara, sin
asomo de duda, que el terremoto que devastó a Port-au-Prince fue el resultado
de un arma secreta del Pentágono, probada en la capital de Haití como medio
empleado por el imperialismo norteamericano para apoderarse de las riquezas de
ese país. ¿Cómo se puede decir una estupidez de ese calibre y no ser internado
en un manicomio o colocado en un circo?
Junto a la maldad ínsita de los
yanquis, está, también, la de los mercados. Según el chavismo, ¿a quién se le
puede ocurrir que los precios deben surgir de las transacciones libres entre
compradores y vendedores? A los precios hay que controlarlos, cogerlos por el
rabo y sujetarlos para que los pobres puedan adquirir bienes y servicios. Las
multinacionales son malas. Los mercaderes son agentes del imperialismo. La
libertad económica es un camelo. La equidad, en cambio, reside en la buena
voluntad de una legión de funcionarios benévolos.
Chávez creía todo eso y se lo inoculó
a sus partidarios. Para él sólo era posible una sociedad justa si un grupo de
revolucionarios, dirigidos por un caudillo iluminado por la Providencia o por
Bolívar, que viene a ser lo mismo, dicta el qué, el cómo y el cuándo de las
transacciones comerciales.
Pero de las tres herencias que Chávez
les deja a sus albaceas para que las administren revolucionariamente, la peor
es la tercera: el neopopulismo. Es decir, la noción de que la sociedad debe
vivir de las dádivas del Estado y no al revés, como sucede en los países
prósperos del planeta.
En la Venezuela democrática previa al
chavismo, todo hay que decirlo, ya existía un sustrato populista fomentado por
adecos y copeyanos, pero Hugo Chávez multiplicó por mil esa equivocada manera
de dilapidar los recursos públicos.
En sus catorce años, mientras se
cerraban más de cien mil empresas privadas, y cientos de miles de venezolanos
optaban por emigrar, el presidente bolivariano creó un sistema
asistencialista-clientelista montado sobre la base de otorgar subsidios y crear
“misiones” que asignan servicios y bienes, generando una actitud parasitaria en
millones de personas, que, por supuesto, votarán por quien las sostenga.
Esa herencia maldita será muy difícil
de erradicar. Los argentinos no han podido en más de sesenta años.
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