Vicente Echerri.
EL NUEVO HERALD
Con mezcla de piedad cristiana y
civilizado pudor muchos críticos y opositores de Hugo Chávez – particularmente
venezolanos y cubanos – han reprimido la alegría y el alivio que les produce la
desaparición del caudillo populista. Si alguien descorchó una botella de
champaña la noche del martes para celebrar el haberse librado de la voz y los
grotescos ademanes de este agitador, lo ha hecho discretamente. Se tiene como
expresión de mal gusto alegrarse de la muerte de alguien. Los buenos modales y
los hábitos de la fe imponen decir –a media voz y en actitud devota– que ya
sólo corresponde a Dios juzgarlo, o a la Historia –que es una acepción secular
de lo mismo.
Estas expresiones untuosas ─ tan al uso
en el mundo de la diplomacia ─ siempre me han parecido el fruto de una
intolerable hipocresía. Si usted lleva varios años considerando que este hombre
público ha sido una plaga para su país y un insufrible incordio para el mundo,
si el tal es enemigo del orden y los valores en que usted cree, si ha hecho
causa común con los tipos que encarnan la ideología y las políticas que usted
detesta y de las cuales ha sido víctima, si por todo eso usted le ha deseado
una y mil veces la muerte, ¿cómo es posible que ahora cuando su deseo se ve
cumplido venga a decir, con rostro serio y voz casi de penitente, que en verdad
no se alegra y que “el pobrecito ya está en manos de Dios” y otra sarta de
muletillas parroquiales de igual índole?
“La muerte no mejora”, oí decir muchas
veces de niño y es un principio que asumí desde temprano como un credo. El
término del ciclo vital de alguien no viene a agregarle virtudes inmerecidas, de
la misma manera que no sirve, o no debe servir, para magnificarle los defectos.
Más bien, congela a la persona en el tiempo; y sus dichos y hechos, buenos y
malos, se tornan súbitamente irrevocables. Desde luego, como toda obra humana,
esas palabras y esas acciones no son inmunes a la interpretación de los demás,
sobre todo si se trata de personajes de gran relieve como el que acaba de
dejarnos; pero eso es más tarea de historiadores que de contemporáneos. El
juicio final de Chávez podrá, pues, demorarse; pero la pena capital, que en
opinión de muchos merecía su conducta, la naturaleza acaba de imponérsela con
ensañamiento. No hay razón para disimular el regocijo, o al menos la
satisfacción.
Algunos noticieros y comentaristas han
sacado a relucir las políticas de Chávez a favor de las clases más pobres como
la justificación de la popularidad que le ha mantenido en el poder. Teniendo en
cuenta los enormes réditos del petróleo en estos catorce años de su mandato,
habría que resaltar, más bien, lo poco que hizo por los más desfavorecidos y la
monstruosa manipulación a que los sometió a cambio de migajas. Cierto que
Venezuela era un país corrupto al que Chávez prometió reformar, pero su gestión
sólo consiguió acrecentar el despilfarro de los recursos del Estado como nunca
antes, porque nunca antes el Estado venezolano había sido dueño de tantos
bienes. Con el dinero que Chávez manejó podría haber erradicado la pobreza de
Venezuela de manera eficaz y sin afectar a las clases generadoras de riqueza;
podría haber garantizado la seguridad de la ciudadanía y haber cerrado los
corredores del narcotráfico, en buenos términos, de mutua conveniencia, con
Estados Unidos y sin aliarse con regímenes fallidos promotores del terrorismo
ni financiar la decrépita tiranía castrista. Ahora que se ha ido, podemos pasar
balance y, objetivamente, no hay ni una sola decisión suya que pueda redimirlo
o que lleve a los que lo odiamos a arrepentirnos de nuestra animadversión. Todo
lo hizo mal, envileciendo a un pueblo entero y denigrando a sus mejores hijos,
en lugar de poner los recursos de la nación a la tarea de rescatar a los
envilecidos.
No sabemos lo que sobrevendrá ni
cuánto ha de durar este desgraciado experimento del “socialismo del siglo XXI”
─ que, socialismo al fin, nunca será viable ─, ni el tiempo que los chavistas
seguirán chapoteando en el chiquero que han hecho de los poderes públicos en
Venezuela. Pero, de momento, Chávez se ha muerto y uno sólo puede decir:
enhorabuena.
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