Fernando Mires. Blog POLIS
En la política chilena cada uno hace lo suyo. Piñera gobierna al país como si fuera una empresa y ─ así suele suceder en
Chile ─ cerca del término de su mandato remonta las encuestas. La Alianza
intentará aprovechar el modesto repunte para elegir a cual de sus divos,
Allamand o Golborne, lanzará a competir en primarias y de ese modo perder las
elecciones presidenciales con cierta elegancia.
La amplísima clientela de la Concertación sólo espera “pro-forma” las
primarias para volver a lactar en las oficinas del estado. Pues todos saben
que, desde cuando Michelle Bachelet abandonó su sitio en la UNO, Habemus
Maman. Lo demás es teatro, puro teatro, como el bolero que cantaba La Lupe.
Gracias a la intensa figura de Michelle Bachelet, la posibilidad de un
gobierno personalista ya es casi realidad en Chile. Para la Concertación
cualquiera otra alternativa será inviable. De ahí que siguiendo el juego,
Bachelet, políticamente muy coqueta, se hace desear antes de dar el
"sí" definitivo.
Sin embargo, desde el punto de vista político, más allá del "puro
teatro", hay en Chile un hecho político digno de ser analizado. Me refiero
al fenómeno del bacheletismo.
El de Michelle Bachelet será, efectivamente, el primer gobierno típicamente
personalista de la historia post-dictatorial. Afirmación que obliga, si no a
definir, por lo menos a describir qué es lo que entiendo por personalismo en
política. Para abreviar, recurriré ─ no es mi costumbre ─ a la autocitación.
Precisamente en un artículo publicado en POLIS titulado "Personalismo y Política", escribí
lo siguiente: "El personalismo es una forma de representación pero no
toda representación es personalista. Hablamos de personalismo cuando el
representante (....) cubre todos los ámbitos de la política hasta el punto de
que en lugar de representar un proyecto, el proyecto pasa a ser la propia
persona del gobernante. (....) Por cierto, hay diversos grados de personalismo
y ellos avanzan desde el clásico y normal liderazgo, pasando por el caudillismo
de origen agrario-militar, hasta alcanzar fases patológicas como son el
mesianismo y el mito mágico o religioso.
No han faltado por cierto comentaristas que afirman que con el
"personalismo bacheletista" Chile ha sido contagiado con la pandemia
populista que asola el continente. Nada más lejos de la verdad. Pues si es
cierto que no hay populismo sin personalismo ─ lo saben muy bien los analistas
argentinos, ecuatorianos, bolivianos y venezolanos ─ no todo personalismo es
populista.
Michelle Bachelet como persona y como política está muy lejos de
representar a una figura populista, y en ningún caso, aunque ejerza liderazgo,
será una "caudilla" (por lo menos no en el sentido latinoamericano
del término).
Ella no es representante de ningún movimiento mesiánico, no proclama
ninguna verdad absoluta, ningún antagonismo irreconciliable, ninguna guerra en
contra de algún imaginario imperio, ningún patria o muerte, en fin, ninguna
locura. En cierto modo, y haciendo uso de un término de moda, podría decirse
que Bachelet es un oxímoron: una persona radicalmente moderada.
Más aún; el liderazgo de Bachelet es en muchos puntos anti-populista. Eso
significa que su liderazgo ha surgido desde acuerdo inter-partidarios y no
sobre-partidarios. Por supuesto, se trata de partidos que son difícilmente
unificables sin Bachelet. Pero también es cierto que sin esos partidos Bachelet
no podría postular a nada. Su trascendencia extra-partidaria es enorme, pero a
la vez es relativa; y es bueno computar ese detalle.
La pregunta del millón de dólares es entonces ¿de dónde viene el liderazgo
de Bachelet?
He de confesar que he debido vencer la deliciosa tentación de emprender un
estudio psico-social tendiente a demostrar que la Concertación chilena sufre de
un complejo materno, no en el sentido de Freud ni de Lacan sino en uno más
clásico: el de Melanie Klein. Tentación que proviene de un hecho incontrovertible.
Michelle Bachelet no es matriarcal, pero es ─ desde un punto de vista político
─ una figura maternal. ¿Qué quiero decir con eso? Antes que nada, dos cosas:
Una, bajo su liderazgo los partidos de la Concertación tienden a la
disciplina y sin él, a la indisciplina. Dos, ella es por el momento la única
persona que puede mediar entre diversas fracciones opositoras y, si es
necesario, con la propia derecha. Sea por su carácter personal, por la
simbólica política, o por simple casualidad, lo cierto es que su fuerza viene,
antes que nada, de su capacidad mediadora, punto que la aleja todavía más del
clásico esquema populista de dominación.
La mediación bacheletista tiende a disminuir tensiones lo que en un país
políticamente traumatizado como Chile no deja de ser importante. Bachelet sabe
seguramente que una parte del trauma político se expresa en que un gran sector
de la ciudadanía no puede recordar el pasado y otra, igual de grande, no puede
olvidarlo. Bajo esas condiciones, Bachelet, gracias a sus mediaciones, impone
cierta tranquilidad, la necesaria al menos para no poner en riesgo el principio
de gobernabilidad.
Así, Bachelet se erigirá en nombre de grandes cambios, en una figura
política que no hará grandes cambios.
El "modelo neoliberal" (así llaman los chilenos a la economía
nacional) seguirá su curso, y el camino emprendido por Piñera junto con el gobierno peruano, el de virar hacia los mercados
asiáticos, continuará durante su mandato. Por cierto, habrá una reforma
constitucional simbólica, como han sido todas las reformas, e incluso las
constituciones de la historia de Chile desde 1833. Una parte considerable del
gasto público subvencionará a los más empobrecidos. El movimiento estudiantil
perderá su fuerza anti-derecha (es decir, su fuerza) y no pocos líderes
iniciarán una aburrida carrera como regidores o como diputados. Incluso el
movimiento mapuche, por lo menos su fracción más radical, perderá su
beligerancia cuando vea que sus líderes, incluyendo los comunistas, gozarán de
algunos puestos públicos. A cambio recibirán no sé cuántos kilómetros de tierra
árida.
Desde el punto de vista de la gobernabilidad y de la paz social lo mejor
que puede suceder en Chile es un gobierno Bachelet. Esa es la razón por la cual
cada vez que alguien me pregunta sobre la situación de mi país, yo solo atino a
responder: "Está bien".
Por supuesto, sé que Santiago no es respirable. Sé que las clases medias
son las más consumistas del continente. Sé que las demostraciones públicas,
aunque sea por los motivos más insignificantes, son violentísimas (en Chile
impera una violencia contenida sobre la cual hay mucho que pensar). Sé que a
pesar de que hay menos pobres, la desigualdad social seguirá siendo enorme. Sé
también, desde el punto de vista geológico, que Chile está situado en una zona
inhabitable del planeta. Pero a pesar de todo, insisto en responder:
"Chile está bien".
Cada juicio ─ así me lo dijo Kant ─ es comparativo. Por eso cuando afirmo,
"Chile está bien", no lo digo mirando a Chile sino a otros países del
continente. Al menos los chilenos, políticamente hablando, ya no se sienten tan
"huachos": ¡Habemus Mamam!
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