Carlos Alberto Montaner. EL NUEVO HERALD
María David, en la Marcha del Día del
Trabajador en Miami. Alexia Fodere. The Miami Herald/El Nuevo Herald
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Para Mario Kreutzberger, Don Francisco,
que se preguntaba de dónde surgía el racismo.
Steve King, congresista republicano de
Ohio, tuiteó: “No podemos reconstruir nuestra civilización con los hijos de
otros países”. A lo que le respondieron, contrariados, dos congresistas
cubanoamericanos, también republicanos, Carlos Curbelo e Ileana Ros-Lehtinen.
Ileana precisó: “la diversidad es nuestra fuerza”. La polémica fue reflejada en
el Nuevo Herald.
Ahí está el núcleo de un debate
permanente: la naturaleza humana, es decir, animal, reivindicada por King,
frente a la racionalidad artificial surgida en el curso de nuestra
civilización. Es la uniformidad contra la diversidad. Son los nexos genéticos
frente a las relaciones fundadas en el derecho. Es la lógica de la raza, de la
sangre, de Hitler, versus la de los derechos naturales y, si
se quiere, la de la tradición judeo-estoica-cristiana.
El racismo, es cierto, aumenta
notablemente en el mundo. Se demuestra en los crecientes episodios de
antisemitismo. Ocurre en Francia, en Holanda, en España, en Italia. La consigna
de hacer “otra vez grande a Estados Unidos” no es sólo una cuestión económica o
industrial. Es también que el país sea de nuevo, esencialmente, blanco,
norte-europeo y uniformemente angloparlante, como le gustaría al congresista
Steve King.
Así era la clase dirigente
norteamericana cuando se fundó la República a fines del siglo XVIII, mítica
época dorada en la que se dieron cita los Padres Fundadores. Así fue hasta que
llegó a la Casa Blanca un señor afro-anglo-americano llamado Barack Hussein
Obama, el presidente número 44 de la nación.
Hoy tal vez caben en esa definición
estrecha de Estados Unidos, pero menos, los judeoamericanos, los
italoamericanos, los grecoamericanos, y el resto de las adherencias que han
inmigrado en masa a Estados Unidos en los últimos 150 años, pero el núcleo duro
de la identidad estadounidense, el que genera el estereotipo más enérgico, es
el mítico anglosajón ilusionado con la victoria de Donald Trump, como le ocurre
al congresista Steve King, descendiente de irlandeses, alemanes y galeses.
El racismo es un rasgo inherente a la
naturaleza humana. Los niños nacen sin experimentarlo, y así evolucionan
durante los primeros años de vida, hasta que, paulatinamente, van adquiriendo
una identidad. Ésa es la madre del cordero. Tan pronto se perfila y afianza el
yo comienza el impulso ciego por segregar o liquidar al otro, al diferente, al
que realmente no forma parte del grupo ni comparte esa identidad primaria.
La identidad nos hace racistas porque
vamos dejando de ser individuos en abstracto para formar parte de una tribu que
se identifica por el color de la piel, el tipo de cabello, la forma de los
ojos, el idioma que utilizamos, la entonación con que lo hablamos, la
gesticulación que empleamos, las creencias religiosas, la mitología o relatos
compartidos, y otros mil detalles que van formando y conformando a los miembros
del grupo.
El antropólogo José Antonio Jáuregui,
un catedrático especialmente inteligente, intuía que ese comportamiento de
acercamiento “identitario” formaba parte de una estrategia natural de la
especie para poder prevalecer en el complejo y agresivo curso de la evolución.
Las personas integradas en una tribu
tienen más posibilidades de reproducirse y entregar sus genes a sus
descendientes. Para lograrlo, el cerebro nos guía en la dirección debida por
medio de los neurotransmisores con estímulos placenteros o dolorosos. Somos,
decía Jáuregui, “esclavos de nuestros cerebros”.
El nacionalismo y el fanatismo
deportivo –casi siempre hermanados– serían una expresión de este fenómeno.
(Hace pocas fechas, cuando los catalanes ganaron un improbable partido de
fútbol con cinco goles, los sismógrafos de Barcelona registraron el triunfo con
un punto en la escala de Richter por los saltos de alegría que dieron al
unísono decenas de miles de barceloneses felices, súbitamente unificados por el
paroxismo provocado por la victoria del equipo local).
¿Cómo pudo ganar la presidencia un
mestizo con nombre árabe y orígenes parcialmente africanos si las sociedades
permanecen atadas por esos lazos antiguos e invisibles? Porque, al menos
provisionalmente, había triunfado la concepción republicana (en el buen sentido
de la palabra) de la especie: todos somos iguales ante la ley. Fue el triunfo
del republicanismo, un bendito artificio basado en la hermosa superstición de
que es el acatamiento de la Constitución lo que hace estadounidenses a los
“americanos”.
En eso estamos. Luchando contra un
pasado de millones de años para que las personas no sean prejuzgadas por el
color de la piel, los dioses en los que creen, los deseos sexuales que los
dominan y el resto de los elementos que constituyen la identidad.
Eventualmente se logrará y habremos
desterrado el racismo para siempre. Pero necesitamos mucho tiempo para que la
razón gane ese combate. Al fin y al cabo fuimos animales millones de años y
sólo hace 25 siglos que Zenón el Estoico, un extranjero pelirrojo, pequeño y
patizambo, se atrevió a decir en Atenas que las personas tenían derechos más
allá del parentesco y del sitio de nacimiento. Apenas un rato.
Periodista y escritor. Su último libro
es la novela Tiempo de Canallas.
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