Orlando Luis Pardo Lazo. DIARIO DE CUBA
Funeral de Oswaldo Payá Sardiñas.
Foto de O.L. Pardo Lazo
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El destartalo del paisaje citadino llega hasta el portón
mismo de la parroquia, en un barrio árido de El Cerro. "El Salvador del
Mundo", se anuncia en un mural a imagen y semejanza del desierto incivil
allá afuera. Y uno piensa, sonámbulo antes de que salga el sol: qué pobre es
cualquier forma de expresión en este país...
En los bancos del parque amanece lento. A las 8 am debía
comenzar el velorio, pero solo hay brigaditas obreras que ese lunes se empeñan
en maquillar décadas de decadencia: cortacéspedes, fumigadores, basureros que
como las patrullas pasan y pasan sin recoger nada. Todos fingen normalidad. Es
23 de julio y Oswaldo Payá Sardiñas desde ayer es cadáver. Se lo habían
prometido de palabra y con atentados a los que sobrevivió sin notarlo. No importa
quién o cómo se lo cumplió. La idea es que no haya Nobel de la Paz en Cuba si
Fidel Castro no obtiene ese premio antes.
En una secuencia pesadillesca, el cuerpo de Payá, con 60
años y miles de firmas recogidas para refundar nuestra nación, se rompió allá
lejísimo, en la provincia de nombre que no existía antes de la Revolución:
Granma... Un accidente entre desconocidos, europeos con ínfulas presidenciables
que ahora serán cualquier cosa excepto testigos de la verdad. Una catástrofe
sin la protección de su familia valiente y hermosa, cerca de ese Bayamo
mortífero del Himno Nacional. El fin de toda una era de equilibrio engañoso
entre disidencia y verdugos: una declaración de guerra, aunque parezca
exagerado. Y ante tanto espanto, a los primeros curiosos no nos queda sino
especular lo que ni el Cristo de los Demócratas se atrevería a teclear ahora
aquí: si fue un descuido o un timonazo asesino a sueldo, si falleció sin sufrir
en el acto o acaso pudo ver con terror la cara de los paramédicos o paramilitares
o ambos, si se arrepintió o asumió su martirologio sin la última tentación de
traicionarse a sí mismo.
El coche fúnebre viajó desde Oriente a La Habana bajo un
sol insultante y sin las medidas óptimas de conservación (o vino en secreto en
avión y la demora fue solo una treta para presionar a sus familiares: vivir en
Cuba tiene mucho de esa ficción policial). En los sms que recibíamos y
reenviábamos como autómatas, el velorio se pospuso hasta las 11 am, y luego
hasta la hora secreta en que la Seguridad del Estado lo permitiera, ya a media
tarde, cuando, entre más móviles que lágrimas, la caja de Oswaldo fue entrada a
ras de la muchedumbre.
Para entonces el templo acogía casi un congreso
espontáneo de la oposición cubana, desde sus líderes más mediáticos hasta los
anónimos agentes infiltrados de última generación. El operativo de control por
esta vez jugaría a no interferir con el ceremonial y concedieron todo lo que su
viuda pidió (excepto que su amor durante 26 años resucitara). Los aplausos
estallaron incontenibles cuando el féretro avanzó, en un consenso insospechable
minutos antes, borrando rencillas y caudillismos, luciendo así lo mejor de cada
cual ante la memoria del buen hombre que avizoró como nadie la tierra prometida
y, para no desmentir a la Biblia, por eso mismo no alcanzó a habitarla.
No era un velatorio privado, pero cada vez que se sentían
invadidos, forzudos jóvenes eclesiásticos limitaban la labor de las cámaras,
coaccionándonos para no disturbar el "sufrimiento de la familia". Un
dolor dignísimo y más real que ningún otro sentimiento que yo recuerde ahora en
mi vida. Pero un dolor en público y no de puertas adentro. Es decir, una pena
que necesitaba ser captada en toda su belleza y barbarie, en toda su fuerza y
fragilidad, en toda su decencia y denuncia, hasta contagiar nuestras fibras más
dormidas, para que el mundo entendiera la debacle que acababa de ocurrir en la
Isla: otra muerte en cuya naturalidad ni la propia muerte confía.
Cuando los gritos de "¡Libertad, Libertad!" ya
ponían nervioso al párroco, con un gesto se le imploró a la esposa que aplacara
ella al rebaño. Y Ofelia cumplió en nombre de Oswaldo, tomando por primera vez
los micrófonos, y fue obedecida en el acto. Pero tal vez su esposo hubiera
preferido que nunca acabase aquella música de las gargantas y manos, aquella
explosión de simpatía que iba de lo íntimo a lo social, aquel plebiscito
instantáneo entre la indignación y lo revolucionario: no faltó nada entonces
para cortar de cuajo tanto misal de resignación y apropiarse de su cadáver
augusto para tomar por asalto la Plaza.
Tal vez el Movimiento Cristiano Liberación jamás había
contado con un quórum así y esa tarde póstuma, entre la tristeza y el temor,
debió despedir a su líder con algo más que incienso y rosarios. Un instante
después del silencio, era obvio que los miles allí congregados nunca
protagonizaríamos nada dentro del pueblo, y que el fallecimiento de Oswaldo
Payá Sardiñas se diluiría en las estadísticas gubernamentales de la División de
Tránsito.
Las emisoras extranjeras se amontonaban en línea de
espera en mi teléfono celular, mientras yo cronicaba de tweet en tweet tratando
de ser los ojos y el corazón de una diáspora cada día más desesperada. Fui
exhaustivo, terminé exhausto. Hice once millones de fotos y clips de video,
acercándome al altar mayor donde posaba el ataúd con coronas de flores y una
bandera, pero sin sumarme nunca a la fila infinita que durante horas dio el
pésame a su familia.
Cuando estuve peligrosamente encima de Oswaldo Payá
Sardiñas, vi su rostro con los moretones reminiscentes de una pelea, un hilillo
de sangre sin biografía manando de su mente de adelantado, el pecho encogido
bajo la camisita cubana, su sonrisa desaparecida, sus párpados lapidados, y
temblé ante los despojos de un patricio al que admiré desde mi ignorancia, y a
quien defraudé antes de leerlo al no firmar su virtuosísimo Proyecto Varela y
en cambio sí la momificación socialista de nuestra Constitución, exabrupto
anti-constitucional con que Fidel Castro se vengó en persona de él.
Rosa María Payá
habla en el velatorio de su padre. Foto O.L Pardo Lazo
Su hija Rosa María, a quien había oído por la radio
clandestina como un milagro de coraje y fe en la justicia humana, me impuso
tajante sin conocerme: "No quiero fotos de la cara de mi padre". Pero
yo atesoraba mucho más que eso. Había conseguido llorar mansamente, conmovido
por tanto desvalimiento de mis contemporáneos, seres ínfimos cuando no
infantilizados, a la intemperie de un Estado incapaz de comunicarnos ya ni una
sola palabra, excepto las de nuestra estigmatización por decreto (y a la familia
Payá Acevedo a esa misma hora la humillaban en las redes digitales con saña de
alimañas, sin que una nota de protesta vaya a salir de la Iglesia Católica ni
de ninguna otra denominación).
Con la puesta de sol llegó la eucaristía y luego
enseguida la medianoche honda. No había comido ni bebido nada. Tenía fatiga y
la ropa enchumbada por el verano vil. Las baterías del Nokia y de mi Canon se
agotaron. Fui a casa y miré a mi madre, que aún no sospechaba nada, y le di un
abrazo como si de pronto fuera yo el que no regresaría más al hogar. No quiero
que mi accidente me atrape sin haber dicho que amo a los que amo. Pero el
totalitarismo es exactamente esa sorpresa, siempre puedes ser removido de tus
espacios: de la cuna a la escuela a la beca a la brigada al barracón al buró a
la cárcel al paredón a una ambulancia a la capilla al exilio al cielo a un
panteón.
Regresé a El Salvador del Mundo y me tumbé sobre los
bancos de la Plaza Galicia, entre los ronquidos sagrados de algunas Damas de
Blanco. Dentro del templo dormían cabizbajos no pocos dolientes. Me sentí
impune, indolente, y tuve ganas de remover la bandera del féretro, ese trapo
heroico compartido por santos y militares. Cuba cansa. Afuera era tan bella la
madrugada. Las ceibas, una uña de luna, la frialdad húmeda que empañaba los
faroles mortecinos y mis pestañas: esta vez eran lágrimas sin llanto, hilillo
de sal manando de mi mente de retrasado: ¿por qué permanezco en este cenotafio
sin ciudadanos? Daban ganas de huir y no dejarse matar. Pero, como siempre que
soy libre de tan desahuciado, me había enamorado de aquellas pocas palabras
dictadas despóticamente por la desesperación, y ahora volvía a por más fotos
del alma de su padre.
Amaneció martes, y no haber desayunado o acaso el clima
cardenalicio me dio ganas de vomitar. Jaime Ortega y Alamino demagogió que
"la aspiración a participar en la
vida política de la nación es un derecho y un deber del laico cristiano"
e incluso se atrevió a citar al papa Benedicto XVI que en La Habana tuvo tiempo
de saludar a ateos tiránicos pero no a un laico democristiano de apellido Payá:
"que nadie se vea impedido de
sumarse a esta apasionante tarea por la limitación de sus libertades
fundamentales". Yo ya había oído eso en un televisorcito de calabozo,
en Su Santa Misa manipulada de marzo, junto a cientos de cubanos presos con
carácter católicamente profiláctico, y con la venia de su vocero Orlando
Márquez en el periódico del Partido Comunista nombrado con el hexagrámaton de
una muerte accidental: Granma...
Todo rito es reiteración. Bodrio, bostezo. Pero al
término de la liturgia de exequias volvió a pronunciarse allí una esquirla de
la verdad impronunciable cubana. Habló Rosa María Payá con más talante que
medio siglo de eruditos simuladores. Acusó sin pánico, aunque estuviera
apurando así su propio cadalso. Dejó el odio fuera de su discurso como
testamento de veinteañera en peligro terminal. De partícula elemental devino
verbo donde encarnar el honor enmudecido de esta nación. Emputecido. Los
obispos miraban al infinito, sin cara, caretones de vidrio de quien no podría
lanzar ni una última piedra. Y tembló entonces su madre Ofelia Acevedo, con un
manifiesto que reivindicó el derecho a luchar por ser libres en Cuba desde la
oposición pacífica y no perder la vida en el intento.
Minutos después, a unos metros de distancia, las turbas
de respuesta rápida y la policía golpeaban a decenas de los presentes que, por
pretender acompañar el féretro a pie, nunca llegaron al cementerio. Ni tampoco
a sus casas.
Más que narrar la ovación cerrada de adiós en el
cementerio, quisiera terminar con el horror coagulado aún sobre los testigos
sobrevivientes del auto rentado donde murieron Payá y su joven colaborador
Harold Cepero. De políticos europeos prometedores, Ángel Carromero y Jens Aron
Modig han pasado a ser víctimas de por vida de la verosimilitud. Digan lo que
digan a estas alturas del misterio y el miedo, sus declaraciones sonarán ya a
tramoya, a trampa, a tortura. Lo afirmo con el sarcasmo de mi propio sacrificio
involuntario: si ambos coincidieran ahora en que un platillo volador con las
siglas INRI los bombardeó al salir de Bayamo, su coartada sonaría más sincera y
menos carroñera.
Los cubanos nos
acabamos. Cuba nos cava. Desde esos días no consigo pegar un ojo. El insomnio
es una cosa muy persistente. Descansa en paz tú si puedes, primer presidente
del país que no fue. Que se nos fue.
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