Nicolás Pérez Díaz-Argüelles. EL NUEVO HERALD
Mucha gente está equivocada, la revolución castrista
evita matar a sus enemigos. Prefiere neutralizarlos o dejar que se exilien en
Miami. Solo aplica la solución final cuando el enemigo es terco. No hay cosa
que la revolución más odie que la terquedad de un opositor, porque para
intransigencias, las revolucionarias.
El castrismo ha utilizado diversas formas de volar sin
lastres, la más conocida es el fusilamiento. Acto que cumple las formas. Se
enjuicia al acusado donde hay tribunal, fiscal, abogado defensor y una carpeta
que muestra que la víctima es un enemigo irreconciliable de una revolución que
fue instaurada para hacer a un pueblo feliz, lograr la igualdad social y
salvaguardar la soberanía nacional. Cuando termina el juicio, el fiscal
advierte generalmente que el acusado no actuó solo sino que fue un instrumento
del imperialismo yanqui. La sentencia tiene una diferencia con la de los países
democráticos: no tiene nada que ver con lo que dijo la defensa o la fiscalía,
ni se discute en una habitación cerrada por los miembros del tribunal. Siempre
llega de arriba, como sucedió el 20 de abril de 1961 cuando fusilaron a Rogelio
González Corzo, “Francisco”, o en julio de 1989, cuando fusilaron al general
Arnaldo Ochoa y a Tony de la Guardia.
En los fusilamientos de La Cabaña, cuando se dicta
sentencia, varios soldados cerca del condenado saltan sobre él, lo inutilizan
para evitar cualquier sorpresa desagradable y lo llevan a una celda llamada
Capilla, y porque la revolución es generosa inmediatamente le comunican la
pena, no hay por qué hacer sufrir a nadie. En los 60 y 70 se podía seguir desde
las galeras incidentes del espectáculo a través de los fosos que comunican
directamente con el paredón. Siempre se fusila de noche. Apenas corre brisa.
Primero se escucha el ruido del motor de un jeep, luego silencio mientras atan
al hombre al palo, inmediatamente voces de mando, descarga de fusiles y
segundos después el sordo y seco tiro de gracia coronado por una multitud de
risas y aplausos, porque la justicia revolucionaria es algo que merece
disfrutar el pueblo como un día de playa en Guanabo o Varadero. Esto lo viví:
en 1962, desde la galera 10 de La Cabaña, en una noche escuché 16 de estos
fusilamientos.
Tampoco la revolución mata por placer, lo hace con el
propósito de infundir miedo o como escarmiento. Y no solo ha utilizado el
paredón para que se respire aire puro en la isla, también ha matado con
impunidad a bayonetazos o disparos a decenas de presos desarmados e impotentes.
Y ha ultimado en huelgas de hambre a Pedro Luis Boitel, Orlando Zapata Tamayo y
muchos más. Muertes con las que el castrismo no se responsabiliza, y seamos
comprensivos, ¿es culpa de ellos que tengan opositores con tanto corazón,
dignos, y de nuevo, tan contrarrevolucionariamente tercos?
Otra forma poco conocida de desaparecer enemigos ha sido
recurrir a accidentes de tránsito. He sido testigo de dos.
En 1961 llegué a La Habana y fui a visitar a un hospital
a Manuel Sabas Nicolaides, “El Griego”, que había sido arrollado en un rarísimo
accidente. Al pie de su cama encontré afectado a su segundo al mando en la
Nacional de Abastecimientos Jorge Medina Bringuier, “El Mongo”, su lógico
sucesor en el cargo. Pero Seguridad del Estado propone y Dios dispone: me
nombraron a mí para que sustituyese al Griego. Solo un año después, cuando El
Mongo con su uniforme de capitán del G2 salió a detener a sus antiguos
compañeros, entendí que habían intentado asesinar a Sabas Nicolaides para que
Seguridad penetrara la Nacional de los estudiantes cubanos.
En 1968, el sacerdote Miguel Ángel Loredo sale de prisión
tan rebelde como había entrado, arengando a la juventud desde el púlpito y no
había manera de cerrarle la boca ni neutralizarlo. En la página 198 del libro
Después del silencio, en París, en abril de 1986, en el Tribunal sobre
Violaciones de los Derechos Humanos en Cuba, el cura dice después de hacer
varias denuncias: “Por último un accidente, en el cual fui atropellado por un
camión de carga y cuyo chofer no fue juzgado, lo cual ha hecho pensar a muchos
que se trató de un accidente provocado, el cual requirió intervención
quirúrgica y buen tiempo de recuperación en silla de ruedas y muletas”.
No hay dudas de que Oswaldo Payá era el más inteligente y
efectivo disidente cubano. Cada declaración internacional suya lastimaba a la
dictadura en sus entrañas.
Semanas atrás Paya había sido víctima de otro
espectacular choque en La Habana, estaba advertido. No escuchó. Esta vez dicen
que un camión en Bayamo intentó sacar el auto de la vía embistiéndolo en todo
momento.
Aún quedan puntos por aclarar; puede haber sorpresas,
pero todo indica que el castrismo pudo haber asesinado a Oswaldo Payá.
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