Lucy Echeverría-Rodríguez. EL NUEVO HERALD
En el curso de los últimos 55 años, desde su muerte
aquel fatídico 13 de marzo de 1957, la imagen y la historia de mi hermano José
Antonio Echeverría han sido interpretadas a la luz de los acontecimientos
políticos o tergiversadas por una tiranía que ha utilizado su memoria para
objetivos totalmente contrarios a sus convicciones y sentimientos.
José Antonio era un espíritu sublime y un idealista
que recurrió a la lucha armada cuando se cerraron todas las puertas de una
solución civilizada y pacífica. Puedo afirmar con toda tranquilidad, justicia y
orgullo que mi hermano fue un héroe iluminado que, con su luz, trató de
alumbrar el camino de nuestra patria hacia la libertad y la democracia.
Haciendo un esfuerzo supremo para dominar las
emociones que me embargan, me propongo compartir con ustedes en estas breves
líneas, no el José Antonio patriota y líder estudiantil, dos virtudes que lo
adornaron en demasía, sino al hijo amoroso, al hermano protector y al siervo de
Cristo. El José Antonio que la revolución ha escondido para usurpar su nombre y
poner su memoria al servicio de una tiranía oprobiosa.
Quizá no sepa ni cómo comenzar, pues nunca acabaría de
contar tantos momentos inolvidables.
José Antonio nació el 16 de julio de 1932, primer hijo
del matrimonio formado por Conchita Bianchi Tristá y Antonio de Jesús
Echeverría. Hoy José Antonio habría cumplido 80 años de edad.
Vio la luz en una casa de puertas gigantescas estilo
colonial ubicada en la calle Jenes No. 240, en la ciudad de Cárdenas, que más
tarde sería conocida como Ciudad Bandera. Era el mayor de cuatro hermanos,
seguido por Sinforiano, Alfredo y yo, la única niña en un hogar pletórico de
amor y religiosidad. Una casa donde mi mamá insistió en que los cuatro
asistiésemos a colegios católicos y se sentaba a estudiar y hacer las tareas
con nosotros todos los días. Un hogar donde el rezo del rosario, más que una
obligación, era motivo de alegría y crecimiento espiritual. Esa vivencia
religiosa dejó una huella indeleble en José Antonio, que perduró hasta el mismo
día de su muerte en que confesó y comulgó antes de ir a su cita con la
inmortalidad. Por lo demás, era un muchacho robusto, muy risueño y con las
mejillas siempre sonrosadas, que le ganaron el apelativo público de Manzanita.
Sin embargo, sus amigos íntimos en la Universidad de La Habana le decían
invariablemente El Gordo.
Mi hermano nació y creció siempre con la verdad, y con
un idealismo que lo acompañó hasta el final de sus breves días en la Tierra.
Fue bendecido por Dios con un carisma y nunca dejó de ser niño. Con su perdón a
los agravios supo estar siempre cerca de su Creador. Este es el José Antonio de
la familia, de los amigos y de la vida. No es el José Antonio de la lucha
armada que, para él, nunca fue una opción sino una necesidad para liberar a su
patria de la opresión y lo demostró dando su vida a los pies de su querida Alma
Máter a los 24 años de edad.
Su muerte dejó el camino abierto para que los enemigos
de la libertad por la que él tanto luchó se apoderaran de nuestra Cuba. Tiñó de
dolor y luto a nuestra familia y destruyó las esperanzas de todos aquellos que
vieron en mi hermano un abanderado de la justicia y de la democracia.
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