Mario
J. Viera.
14
de abril de 1999
Esta
es una crónica ya vieja, ya ha cumplido 18 años. La escribí a propósito de la
puesta en vigor de aquella ley del castrismo que sería conocida como Ley 88 y
que preveía largas condenas de prisión para todo aquel que tuviera contacto con
medios informativos del extranjero y muy en especial con los medios de los
Estados Unidos como, por ejemplo, Radio Martí. La Ley 88 fue el instrumento
penal sobre el cual se dictaron las draconianas sanciones del 2003 contra 75
activistas de las organizaciones opositoras y periodistas independiente. No se
ha derogado y mantiene su vigencia. Aunque redactada esta crónica en
determinados condicionamientos históricos, la misma puede adquirir actualidad
en el momento que contra el periodismo se ha impulsado toda una campaña de
denigración para presentar la opinión libre como formando parte de una
conspiración dedicada a promover falsas noticias (Fake news)
LA HABANA,
abril - Recientemente un oficial de la Seguridad del Estado, que me conminaba a
interrumpir mi “carrera periodística”, so pena de que, de no hacerlo, se
aplicarían contra mí diferentes acciones represivas (sanción de prisión en el
juicio pendiente de la querella interpuesta por un funcionario del Ministerio
de Relaciones Exteriores y que impulsa la policía política, juzgarme bajo los
términos de la Ley 88 e, incluso, negarme la salida del país aún cuando
poseyera una visa), me expuso una opinión que me parece medular dentro de los
pasillos de Villa Maristas: “Con
papelitos no se va a derrocar al gobierno”.
Vale la pena
un comentario al respecto. Si la Ley 88 la promulgó el gobierno para impedir
que los “papelitos” de los periodistas independientes pudieran proponerse
derrocar al gobierno del doctor Castro, bien se hubiera podido ahorrar el
esfuerzo y la inconveniencia de dar pie para que una avalancha de críticas
proveniente del exterior se precipitara en su contra. Los periodistas
independientes no nos proponemos derrocar al gobierno. Una verdad de Perogrullo
que parece no han entendido aquéllos que ostentan el poder en Cuba.
Cuando hacemos
lo que pudiera calificarse de periodismo alternativo, lo único que nos
proponemos es brindar una información lo más veraz posible desde un ángulo
propio e independiente del periodismo gubernamental. Ejercemos sencillamente
nuestro derecho natural de opinar.
Tal vez cuando
expresamos nuestra opinión sin autocensura ni delimitaciones impuestas por
convicciones ideológicas o conveniencias políticas de poder, alguien pueda
sentirse molesto, quizás furioso. Pero ello no implica un propósito subversivo
o una conjura conspirativa. Opinar nunca puede ser un delito, siempre que esa
opinión hecha pública no lacere la vida privada ajena o la reputación de alguna
persona injusta y festinadamente.
Como bien
expone el colega Raúl Rivero, director de Cuba Press, el movimiento del
periodismo alternativo que ha venido desarrollándose en Cuba durante los
últimos cinco años “está encaminado, no a
excluir de la escena nacional la visión que ofrecen los medios oficiales de
prensa, sino a encarar el curso de la vida cubana desde otros ángulos que hagan
salir a flote el fenómeno íntegro”.
La opinión
independiente, ética y profesionalmente expresada, enarbolada por el periodismo
independiente, no es excluyente ni se abroga la propiedad exclusiva de la
verdad, que siempre, en este mundo de lo relativo, será fraccionaria y
condicionada a la capacidad personal de percepción de los fenómenos sociales.
Sólo la intolerancia y la prepotencia de quienes se creen dueños de la verdad,
y tiene fuerza para imponer, convierten la opinión del otro en figura
delictiva.
Cuando nos
empecinamos en hacer pública nuestra opinión y en informar lo que la prensa
oficial no divulga, sabiendo que lo hacemos, como diría Rivero “en la vecindad del murmullo de los cerrojos”,
estamos buscando, no derrocar al gobierno, sino hacerlo más democrático y más
transparente, a la vez que estamos buscando el espacio de opinión que le
corresponde a cada ciudadano del mundo, y que ninguna ley nacional puede
prohibir, a no ser por el uso injustificado de la violencia y de los métodos
execrables de la Inquisición.
Respetar las
leyes es un deber cívico inexcusable. Pero ninguna ley puede dictarse en contra
de la propia esencia de la humanidad. Pensar y opinar son las condiciones
fundamentales que diferencian al hombre del resto de los mamíferos. Y estas dos
condiciones no pueden prohibirse o limitarse con la excusa del patriotismo de
consigna y los pretextos de un diferendo político con otra nación. La Ley 88,
que pretende amordazar la opinión divergente con el anonimato de la cárcel, es
antijurídica, intolerante y contraria al derecho natural, que no es concesión
gubernamental, sino que ha sido conferido por la propia naturaleza o, si se
quiere, por voluntad expresa del Creador.
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