PAUL
KRUGMAN. The New York. Es
Una pintura de Donald Trump
en su residencia Mar-a-Lago, en Florida Credit Eric Thayer para The New York
Times
En 2015, la ciudad de Asjabad, capital de
Turkmenistán, fue honrada con un nuevo monumento público: una gigantesca
escultura ecuestre bañada en oro en la que se veía al presidente del país. Tal
vez parezca un exceso. Los cultos a la personalidad son más bien una norma en
los países que terminan con “-istán”: es decir, los países de Asia central que
surgieron tras la caída de la Unión Soviética, en general gobernados por
hombres fuertes que se rodean de un selecto grupo de ricos compinches
capitalistas.
Los estadounidenses solían encontrar
divertidas las excentricidades de estos regímenes, con sus dictadores de
cuarta. ¿Quién ríe ahora?
Después de todo, estamos a punto de
entregarle el poder a un hombre que ha pasado toda su vida tratando de
construir un culto a su personalidad; basta recordar que su fundación de
“caridad” se gastó una fortuna comprando un retrato de 1,82 metros de su
fundador. Mientras tanto, un vistazo a su cuenta de Twitter es prueba
suficiente para demostrar que la victoria no ha hecho nada para saciar la sed
de gratificación de su ego. Así que podemos esperar una buena dosis de
exaltación personal una vez que ocupe la presidencia. No creo que llegue al
extremo de esculturas bañadas en oro, pero ¿quién lo sabe realmente?
Y así, a un par de semanas de su asunción,
Donald Trump no ha hecho nada sustancial para reducir los conflictos de interés
sin precedentes —o, como escribió para la posteridad en Twitter,
“unpresidented” (sin presidentes, en español)— generados por su imperio
empresarial. Queda muy claro que nunca lo hará: de hecho, ya está sirviéndose
de su cargo político para enriquecerse, con algunos de los ejemplos más
flagrantes que involucran a gobiernos extranjeros haciendo negocios para los
hoteles de Trump.
Esto quiere decir que Trump violará el
espíritu, y podría decirse que el texto, de la cláusula de emolumentos de la
Constitución de Estados Unidos, que prohíbe regalos o ganancias de líderes
extranjeros, en el instante en que recite el juramento presidencial. Pero
¿quién le pedirá cuentas? Algunos republicanos importantes ya están sugiriendo
que, en lugar de hacer valer las leyes de ética gubernamental, el congreso
simplemente debería cambiarlas para adaptarlas al gran hombre.
La corrupción no se limitaría a la cúpula
del poder: la nueva administración parece dispuesta a llevar al centro de
nuestro sistema político una autocontratación descarada. Abraham Lincoln pudo
haber dirigido a un equipo de rivales; Donald Trump parece estar reuniendo a un
equipo de compinches, al elegir multimillonarios con conflictos de interés
evidentes y profundos en varios puestos clave de su gabinete.
En resumen, Estados Unidos se está
convirtiendo rápidamente en uno de esos países con el sufijo “-istán”.
Sé que muchas personas todavía están
tratando de convencerse de que la siguiente administración gobernará
normalmente, a pesar de los evidentes instintos antidemocráticos del nuevo
comandante en jefe y la cuestionable legitimidad del proceso que lo llevó al
poder. A algunos defensores de Trump incluso les ha dado por declarar que no
debemos preocuparnos por la corrupción en la camarilla que gobernará al país,
porque los ricos no necesitan más dinero. ¡¿En serio?!
Seamos realistas. Todo lo que sabemos
sugiere que estamos entrando a una era de corrupción épica y menosprecio por el
Estado de derecho, que no conoce límites.
¿Cómo pudo pasar esto en una nación que
desde hace tiempo se precia de servir de modelo para las democracias? En
sentido estricto, Trump llegó al poder gracias a la evidente intervención del
FBI en la elección, a la subversión de Rusia y a los medios de comunicación
laxos, que atentamente exaltaron escándalos falsos mientras escondían los
reales en sus últimas páginas.
Esta debacle no surgió de la nada. Hemos
estado en la vía del “istandismo” desde hace tiempo: un Partido Republicano
cada vez más radical, dispuesto a todo para hacerse del poder y mantenerlo, que
comenzó a debilitar nuestra cultura desde hace décadas.
La gente tiende a olvidar qué tanto del
repertorio de 2016 ya se había usado en años anteriores. Recordemos: el
gobierno de Clinton fue asediado por constantes acusaciones de corrupción,
diligentemente publicitadas por los medios como las noticias principales;
ninguno de esos supuestos escándalos acabó por confirmar un delito real. No es
casualidad que James Comey, el director del FBI cuya intervención sin duda
sesgó la elección, haya trabajado antes para el comité Whitewater que pasó
siete años investigando obsesivamente un acuerdo fracasado sobre propiedades.
La gente también tiende a olvidar lo
realmente mala que fue la administración de George W. Bush y no solo porque
llevó a la guerra a Estados Unidos con engaños. Sino porque además hubo un
recrudecimiento del clientelismo, ya que gente de dudosas aptitudes, pero con
vínculos políticos o empresariales cercanos a funcionarios de alto rango, acabó
ocupando cargos importantes. De hecho, Estados Unidos se salió con la suya con
la ocupación de Irak en parte gracias a la especulación de negocios vinculados
con la política.
La única pregunta ahora es si la
podredumbre está tan profundamente arraigada que nada puede evitar la
transformación de Estados Unidos en Trumpistán. Una cosa es segura: es tonto y
destructivo ignorar el riesgo incómodo y simplemente asumir que todo va a estar
bien… porque no lo estará.
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