José Hugo Fernández. CUBANET
Muchos en el exterior, cubanos
incluidos, parecen resistirse a la idea de que Fidel Castro apenas cuenta ya
para la mayoría de la gente de a pie en Cuba. Tal vez por eso especulan en
torno a posibles rebeliones populares, una vez dada a conocer la muerte del
dictador. Es curioso: tal y como aquí vivimos por lo general de espaldas a las
más importantes ocurrencias del mundo, también los de afuera están casi siempre
detrás del palo en cuanto a nuestra verdadera realidad.
La muerte de Fidel Castro será un
contratiempo (crispante pero pasajero) para la cúpula del poder en la Isla,
también puede ser una triste noticia para sus viudas y estultos idólatras del
extranjero, pero, más allá del show solemne en los medios oficiales, y del
refuerzo policial en las calles (que es la parte oscura del show) para fingir
fuerza, los cubanos corrientes no sufriremos ni gozaremos en particular con la
noticia, porque, para nosotros, Fidel murió desde hace tiempo.
Si el pueblo no se ha sublevado en
masa contra el régimen (al menos hasta hoy, lo cual no descarta la posibilidad
de que lo haga, pues todo tiene un límite), para nada influye a estas alturas
que Fidel se mantenga respirando. Por difícil que resulte de entender para
algunos, la verdad es que los cubanos prefieren optar por el caos y la miseria
antes que por el drama de la guerra fratricida.
Claro que es factible y aun razonable
hacer otros análisis y formular otras hipótesis, para los cuales nunca va a
faltar el examen de las socorridas condicionantes históricas. Pero siempre
regresaremos a este punto, que es la base: la gente de aquí está desinflada por
la política, descreída, cataléptica, sumida en el limbo de sus meros
requerimientos fisiológicos, y nos guste o no, nos parezca o no un
comportamiento cuerdo, nada les motiva menos que el proyecto de lanzarse a las
calles a enfrentar la aún potente maquinaria represiva.
Luego de haberlo perdido todo,
luchando por sobrevivir bajo los embates del ciclón totalitario, lo único que
les queda es la vida. Y al parecer, no están dispuestos a perderla a cambio de
la dudosa esperanza de mejorar la vida de otros.
Nadie quiere poner el muerto. Y a mí
no me parece que sea una actitud cínica o gratuitamente miedosa, sino una
reacción bien natural. En todo caso, el cinismo tal vez radica en mi manera de
decirlo, pero no me queda sino describir el paisaje.
Tampoco esta posición significa, en lo
más mínimo, que a la gente le reste alguna esperanza en lo que pueda hacer el
régimen para frenar el desbarranque. Las evidencias indican que ni el propio
Raúl Castro tiene ya esperanzas.
Supongamos que en los primeros días de
su gobierno nominal, haya creído sinceramente que aún estaba a tiempo de
enderezar algunas de las múltiples jorobas ocasionadas por su hermano en las
estructuras económicas y culturales de la nación cubana. Supongamos que haya
tenido la disposición de intentarlo, aunque no fuese más que por fidelidad
parental. Pero a la luz de hoy, las pocas neuronas que le quedan en activo
deben haberle alcanzado para comprender que no está en sus manos cambiar nada,
porque no tiene el poder.
Raúl Castro está más muerto que Fidel
en lo que se refiere a la política y al poder real.
Por más que se esfuerce por demostrar
lo contrario, y por más que su corte de generales haga el conveniente juego de
propiciarle una imagen pública de líder, Raúl Castro no ostenta el poder real
en Cuba. Para saberlo, no hay que ser adivino, ni es necesario contar con
fuentes de información en la cúspide. Basta con la simple observación de que no
puede materializar ni una sola de sus promesas.
Ante esa impotencia suya, y ante su
nulidad como líder, se ha visto obligado a admitir que el poder real (que es el
de las élites de las fuerzas armadas y el Ministerio del Interior) se reparta
tranquilamente el rastrojo de la cosecha de su hermano, a cambio de defender
hasta sus peores consecuencias las ruinas del reino.
Este cuadro también podría responder
de antemano a la pregunta: ¿Y si no es el pueblo, entonces serán las élites las
que se rebelen cuando muera Fidel? Pero, ¿por qué tendrían hacerlo? No lo
necesitan, si ya ostentan el poder real. Sería absurdo que alguno de ellos, a
su edad, quisiera poner el muerto, sin necesitarlo.
En cuanto a los viejos políticos
estalinistas del Comité Central del Partido, esos nunca han puesto el muerto,
en ningún caso, porque son cobardes congénitos. Además, lo único que les asusta
son los cambios en las estructuras políticas. Y en ello coinciden con las
élites del poder real, de modo que con no estorbarles les basta para seguir
tirando con la cara en sus puestos los pocos años que les quedan.
Las nuevas camadas de fidelistas, así
como los ideólogos perfeccionadores del socialismo, no se rebelarían ni en
sueños, porque en lo esencial son trepadores con espíritu de cortesanos,
moldeados para obedecer sin traumas a quien mande, adecuando el discurso cada
vez que sea necesario para mantener sus estatus.
En fin, si los que necesitan
rebelarse, no quieren o no pueden hacerlo, y los que pueden, no lo necesitan,
¿cuál es en concreto la sustentación de quienes especulan en torno a una
inminente rebelión masiva en Cuba, tan pronto muera Fidel Castro?
La rebelión popular de los cubanos
siempre será posible, y puede llegar el día en que sea inevitable. Incluso el
detonante, o el pretexto, podrían ser accidentales, y hasta fortuitos, pero yo
no le apuesto un centavo a la hipótesis de que será provocada por la muerte de
un hombre que hoy por hoy sólo está vivo en el recuerdo de su familia o de sus
más rancios idólatras, pero no para el pueblo.
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