En el espacio alcanzado hasta hoy por la Iglesia no aparecen las huellas del coraje, salvo aisladas actitudes que no son apoyadas por los altos niveles de la institución.
Jorge Olivera Castillo
LA HABANA, Cuba, octubre, www.cubanet.org -¿Puede hacer algo más la iglesia católica cubana ante la codificación del puñetazo vil, las patadas en serie, los bestiales empellones y el vocerío que reparte groserías a granel?
Esa son las entregas que hace, semana tras semana, la tropa convocada por la policía política para apolismar a los ciudadanos que exigen, en las calles, un mínimo respeto a los Derechos Humanos.
La petición de algunos prelados y laicos de detener los abusos, se pierde ante la indiferencia. No hay posibilidades de reducir los riesgos de muertes o graves secuelas por la proliferación de esas coreografías del odio.
Entre los ecos de las tibias denuncias, realizadas por algunas de las autoridades eclesiásticas, continúa el ciclo de salvajismo. Nada detiene la orden que avala estas acciones para las que no faltan esbirros, capaces de actuar con una impresionante eficiencia.
Al valorar la posición de la iglesia católica local, sin dudas la más influyente dentro de las instituciones religiosas a nivel mundial, hay que mencionar su volubilidad milimétricamente ajustada a las circunstancias. Es decir que salvo discretas acciones de carácter humanitario junto a los rituales, puertas adentro; la iglesia no ha asumido todo el papel que le corresponde en áreas sensibles de la sociedad.
En ocasiones, no ha faltado el sobredimensionamiento de su autoridad que no pasa de ser simbólica y constreñida al interior de los templos.
En el proceso de “excarcelación” de varias decenas de prisioneros del Grupo de los 75, ocurrido entre los años 2009 y 2010, que tuvo más cercanías con el destierro que con una liberación incondicional, las máximas autoridades católicas no estuvieron a la altura que demandaba el momento.
Más que un rol protagónico en este asunto de trascendencia internacional, la iglesia fue una pieza utilizada por el régimen, en la compensación de las cuotas de legitimidad perdidas, al poner tras las rejas a estas personas, en aquella aciaga primavera de 2003.
El Cardenal cubano Jaime Ortega por un lado y el ex canciller español Miguel Ángel Moratinos por otro, conformaron la tríada, junto a representantes del gobierno, para llevar a cabo una jugada favorable a estos últimos.
En la actualidad, la Iglesia católica nacional se abstiene de una mayor beligerancia en un clima donde el terror y la impunidad siguen dictando las pautas.
En el espacio alcanzado hasta hoy por la Iglesia no aparecen las huellas del coraje, salvo aisladas actitudes que no son apoyadas por los altos niveles de de la institución.
Unos podrían llamarlo acomodo, los más radicales traición. Calificaciones aparte, es obvio que la iglesia teme implicarse demasiado en asuntos que disgusten a la nomenclatura.
Hay castigos para todos, no importa el rango ni la edad. Basta que crucen la invisible raya de la tolerancia. El Cardenal y la mayoría de los obispos y sacerdotes lo saben muy bien.
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