RECUERDOS DE RIO BONITO (Spanish Edition) (Spanish) Paperback – May 8, 2020
by MARIO JULIO VIERA (Author)
Río Bonito, es un pueblo como
cualquier otro pueblo cubano; pero no intente encontrarle dentro de la
geografía de Cuba, porque él está ubicado en un marco geográfico imaginario.
Sus pueblerinos relatan anécdotas que se vivieron durante años en aquel pueblo
que crecía con el tiempo. Leyendas, fantasías, recuerdos. Cronológicamente los
relatos se desarrollan en tiempos que van desde los años últimos del periodo de
la colonia española en Cuba, hasta el año de 1980, cuando comienza a borrarse
la fantasía del realismo mágico de las tradiciones cubanas.
Los Recuerdos de Río Bonito son relatos de
la nostalgia de tiempos que poco a poco van borrándose de las tradiciones
cubanas.
Este libro está elaborado sobre un compendio de relatos que describen las historias, las leyendas, lo real maravilloso de un rural pueblo imaginario de Cuba. Me inspiré para hacerlo en todos los cuentos y relatos que cuentan los campesinos, de las sabanas de Camagüey y de los lomeríos de la Sierra del Escambray, y hasta de las serranías de las provincias orientales de Cuba.
Los relatos los pongos en boca de imaginarios ancianos que cuentan cosas que vivieron, que conocieron y que, hasta imaginaron.
Así comienzan los relatos contados como introducción por uno de esos tantos ancianos que les gusta hablar de su entorno:
RIO
BONITO
Como
uno es viejo, y ha vivido tanto; como estos ojos que ya casi no ven, de tanto
que han visto; como ya es el tiempo en que la vida de uno es sólo recuerdos,
pedacitos de sueños que se le salen a uno, por momentos, de lo profundo de la
memoria; es por todo eso que el que quiere conocer de algo de lo que ya fue, de
las cosas que fueron, de lo que hubo, de lo que pasó, viene luego a preguntarle
a uno. Entonces, se queda uno así, un
ratico en silencio, con la frente inclinada, para cazar de golpe el recuerdo y
soltarlo tan pronto como se le agarra.
Claro,
ya somos viejos, pero muy viejos, tanto, como para contar lo que se vio durante
la colonia y lo que pasó en los primeros años de la república, así, con letra
menudita, porque no era una República como deben ser todas aquellas que lo son.
Entonces,
uno sacude la cabeza, sonríe y dice:
“¡Ah,
cará… qué tiempos aquellos!”
Y
rompe uno a contar lo que vio y lo que nunca vio, lo que creyó ver y lo soñado
alguna vez, pero que se cuenta como cosa real: como aquella vez en que me perdí
en el manigual y me persiguió el diablo, negro como un carbón, en cueros y a la
pelota como un desgraciado; feo como una pesadilla, con su cara de mono y sus
ojos chiquitos, brillantes y malignos; con sus alas de murciélago y sus patazas
y sus manos peludas cargadas de uñas como las de las jutías.
¡Ah!,
pero la gente no cree en estos relatos, y se dicen unos a otros, muy bajito, en
susurros, como para que uno no pueda oírles:
-
¡Pero qué cosas se inventa el
viejo…! Cosas de gente chiflada…
-
Ya chochea, el pobre…
Y
no saben que uno los escucha, clarito, como si nos lo dijeran al oído; porque
los escuchamos con la oreja del recuerdo, de lo eternamente cotidiano. Es que toda la vida ha habido viejos; y los
viejos, siempre, han contado sus cosas, de tal forma que los jóvenes, los de
siempre, han tenido los mismos cuchicheos.
Pero,
lo que a uno más le gusta, es irse hasta la lomita de San Juan y sentarse a la
sombra de los tecales viejos, para mirar con ojos de nostalgia este pedacito
del mundo en el que hemos vivido tantos años; para captar así el sentido de la
palabra Patria. Y se da uno cuenta de que
allí está toda su vida, los fantasiosos días de la infancia, de una infancia,
muy pobre, sí; llena de estrecheces, también; pero infancia al fin, que todo lo
ignora y que va descubriendo todo, sin la frialdad de los adultos, con algo que
tiene de magia y de increíble; como la misma existencia del güije que vive
escondido en las verdosas aguas del remanso de Rio Bonito, casi en la
desembocadura del mar.
Entonces
uno llena la cachimba con picadura de tabaco y le da candela, y mientras aspira
el humo caliente, suspira. Como que todo
recuerdo se te sale por la garganta y no por el cerebro. Y así, tu mente te lleva por un camino borrado;
por ese camino que solo los viejos conocemos; y te conduce hasta los días lejanos,
que ya no existen, aunque todavía viven; porque viven en el recuerdo, en el
tuyo, en el de otros viejos como tú, que suspiran con los recuerdos.
Este
es nuestro pueblo, con el nombre del río junto al cual lo fundaron los
conquistadores: Río Bonito. Parece ser que ese sucio hilillo de agua de
ahora, en un tiempo fue un hermoso y caudaloso rio. En sus riberas crecían limpios pastos y los
sitieros cultivaban sus frutos y los pescadores llevaban sus embarcaciones
hasta el recodo para comerciar la pesca sacada del mar. Allí tenían un pequeño poblado… Hoy es un rio
viejo, cansado y lento y la gente nueva se ríe de su nombre o pasa de largo sin
preocuparse de si existe o no.
Pero
también Rio Bonito, el pueblo, es un pueblo viejo. Tan viejo como que – según nos contaban los
más ancianos ─ fue fundado por el mismísimo Diego Velásquez, aquel hidalgo
español que fundara la villa de Baracoa y otras seis villas más. Y si de Rio Bonito no quedó constancia de la
fecha de su fundación, ni se recogió en los anales históricos, ello se debió a
que el escribano real, o estaría borracho o, como relatan las malas lenguas,
que ni a la Historia perdonan, en este sitio sufrió un accidente sobre su noble
frente a resultas de que su mujercita… ¡En fin!, que no le dio su hidalguísima
gana de que el resto del mundo supiera que aquí se había fundado una nueva
villa.
Y
uno se pone a pensar, contemplando los rojos techados desde la altura de San
Juan, y se rememoran tantas cosas. Cosas que pasaron, que son ciertas, y que
cada piedra blanca de las calles de mi pueblo, si pudieran hablar, las
contarían con gusto; como la historia de aquella fatídica perra blanca que
todavía se dice que vaga como un espectro, por allá, por el cenagal, o
contarles sobre los bandoleros de El Tulipán, o el recuerdo de aquel gigante
que clavó su cuchillo en la puerta de la iglesia antes de abandonar el pueblo,
y nadie podía arrancar aquel cuchillo.
¡Cómo aguardó el pueblo por su regreso! Lo aguardaban ansiosos, como si
con su retorno traería a estas tierras una felicidad que se imaginaban perdida…
Desde
el San Juan se ve todo el pueblo. Recostada contra el rio se levanta la parte
vieja del pueblo. Allí está la vieja
iglesia, el parquecito con sus flamboyanes y la Ceiba que los niños de la
escuela pública sembraron el 20 de mayo de 1902 y aún se conserva orgullosa y
desafiando al tiempo. La Calle Real, que hoy se llama José Martí, cruza por
delante de la iglesia y atraviesa el rio para luego convertirse en camino real
que te lleva hasta la cabecera de la provincia. Allí mismo está el edificio del
Ayuntamiento y la vieja escuela pública de paredes de tierra y techo de tejas
españolas.
Del
otro lado del rio está el cementerio. Allí descansan los más destacados hijos
de Rio Bonito, en tumbas antes bien cuidadas y hoy abandonadas y tristes, como
abandonados y tristes están los muertos, como tristes y sin esperanzas están
los vivos. Y uno se pregunta si es pura coincidencia que a la calle que conduce
al campo santo le hayan puesto el nombre de Libertad.
Rio
Bonito es un pueblo pequeño donde todos se conocen; uno de esos pueblos donde
es forastero aquel que no vive dentro de dos leguas a la redonda; donde los
pueblerinos miran con curiosidad, que a veces parece impertinente, a todo el
que llega de paso o viene de afuera de estos lomeríos, de ese valle, de aquella
playa, que es nuestra geografía, nuestro mundo. Pero su gente es franca y
sencilla y acogedora, como lo son todas las buenas personas que, en cualquier
parte, tienen que ganarse el pan sudando duro el sobaco y la frente. Gente que
mira a los ojos, que tomados individualmente pueden tener sus defectos, como
cualquier otra criatura de Dios; pero que, vistos de conjunto, todos son gentes
honradas y buenas; la gente que cada sábado y domingo se reúnen en el Café del
Isleño Eneas a conversar y a jugar dominó, como siempre ha sido, como siempre
será, porque hay cosas que nunca cambian, aunque cambien los tiempos y aunque
se renueven las generaciones.
Y
allí, en el viejo Café del Isleño, podrá el viajero curioso, en esas tertulias
de siempre, de gentes sencillas, de gentes honradas, conocer la historia de
este pueblo. Pero no se ría el viajero curioso de las cosas que escuche, porque
la gente le hablará del güije como quien habla del vecino de la acera de
enfrente, como de un amigo viejo de toda la vida, y se ofenden si el forastero
pone en dudas lo que le cuentan, porque ¿qué cosas no habrán vistos esos
arrieros por estos lomeríos?, y porque hay cosas que no pueden verse solo con
los ojos, ni pueden entenderse con la razón que es hija de la duda.
Es
que Rio Bonito está como encerrado entre el rio y las lomas; rodeado de
matorrales espesos que se resisten a abandonar las laderas, y mirando hacia el
sur se extienden cenagales, donde crece el macío y las plantas de agua, y salta
el cocodrilo detrás de su presa. En la orilla opuesta, el terreno es ondulado y
rico en vegetación; allí se ven las palmas barrigonas y los algarrobos de largas
ramas, y los sitieros cultivan entre los espacios que le dejan libre el
matorral y el pedregal calizo.
Del
lado de acá, las lomas, con sus dientes calcáreos se arriman al río como
mordiéndolo. Por allá se abren las casimbas y los pozos ciegos; por allá se
movían los espectros, las quimeras y los fantasmas.
Hoy
Rio Bonito es como un largo bostezo. Se
ha perdido la magia de aquellos años cuando era válido soñar. Ahora no hay sueños, porque donde no hay
esperanzas no hay sueños, y los arrieros ya no cuentan relatos de aparecidos a
la luz del quinqué de un bohío perdido entre el matorral y las guardarrayas. Es
por eso que la gente nueva te viene a ver, para que les hables de antes, de
todas aquellas cosas que vivieron los pueblerinos, de lo bueno y de lo malo,
porque hasta lo que había de malo por acá, por estos andurriales, la gente de
ahora lo ven con el color violeta de la nostalgia, como algo que suena a
maravilla; y le extraen alusiones y se contagian con aquella esperanza que
nacía del deseo de cambiar lo que se sentía, lo que se creía malo; porque
entonces uno veía que el tiempo, que los tiempos, eran cambiantes, que todo
podía cambiarse, que el tiempo no se inmovilizaba, que no era como ahora,
cuando parece que el tiempo se ha dormido y que toda la vida es un eterno hoy,
sin ayer y sin mañana.
Porque
cuando tú sueñas, el mundo se transforma; porque cuando sientes que aún quedan
esperanzas, tienes alegría de vivir, sientes que vives; y si te sientes vivir,
te sientes con fuerzas y tienes la certeza de que puedes modificar lo que te
incomoda.
Entonces
uno se echa a hablar y a hablar, y hablas de San Sebastián, el santo patrón del
pueblo y rememoras los viejos chismes que se relataban las comadres a la luz
mortecina de una lámpara de queroseno y relatas las cosas que hacía el güije
y lo que se decía de la aparecida del
puente de Santo Tomás, que parece se han mudado de río porque ya nadie los ve,
y les cuentas la historia de Blas Cosme, que fue una esperanza escapada entre
las manos, porque el pueblo lo convirtió en mito y los hombres no pueden
hacerse mito, porque a la esperanza no se le puede dar cuerpo de hombre.
Y
uno va contando como fue creciendo el pueblo a un lado y otro del río, porque
le hemos visto crecer como cualquiera ver crecer a sus hijos. Y cada casa del
pueblo nos trae un recuerdo; aquélla, el de una linda cara de mujer; la otra,
el de un hecho feliz o triste; la de más allá, la que está como saliendo del
río, el relato de una curiosa leyenda…
Ahora,
con esos edificios nuevos, iguales, feos, que le han construido y con esa
represa que excavaron para cortarle el camino al río y aprisionarle sus aguas y
no dejarle correr como corría feliz sobre las chinas pelonas de su lecho, rio
Bonito, ya no es tan lindo y mágico como antes era, si es que hasta uno llega a
pensar que a nuestro pueblo se le debiera cambiar el nombre por el de Rio
Viejo, o tal vez, Rio Triste o… ¡Rio Sin Esperanzas!
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