Orlando Alcívar Santos. EL UNIVERSO
Desde que Rafael Correa está en el
poder ninguna decisión suya ha sido tan cuestionada como la de explotar el
Yasuní, ninguna ha concitado tanta oposición ni tan profusos comentarios, unos
razonados y otros viscerales, especialmente porque fue el propio Gobierno el
impulsor principal de la idea de dejar el petróleo donde se encuentra.
Analizo el tema sin pasión y digo que
es enormemente penoso que los trabajos que conlleva la apertura de caminos, el
traslado de equipos y la propia extracción del mineral cause daños ambientales
irreparables, pero hay que ser sincero con uno mismo: ¿ante la necesidad humana
de combatir la pobreza, es posible y es ético no aprovechar los recursos de la
naturaleza? No creo que de pronto todos los ciudadanos nos hayamos convertido
en ecologistas radicales –infantiles o maduros– pero aunque no lo seamos, es obligatorio
señalar, con la transparencia del hombre común a quien no le interesa la
política, que duele la afectación de ese maravilloso sector selvático.
La que no termino de entender es que
si, según el decir de algunos funcionarios, el daño a la naturaleza será mínimo
por el cuidado que tendrán en las obras de ingeniería junto al empleo de
tecnología de punta, ¿por qué no se procedió antes a la explotación petrolera y
se creó toda la expectativa y la frustración que el tema ha generado? ¿O es que
antes no había tanta necesidad de fondos como ahora? Porque se debe tener
presente que la explotación del Yasuní va a producir dinero antes de que salga
el primer barril a la superficie porque es posible la venta anticipada del
crudo. El problema general para el régimen es el costo político que Rafael
Correa ha decidido asumir, pues parece que en el momento actual lo más
importante son los ingresos. Unos ingresos sobre los que la ciudadanía estará
vigilante pues la desdichada tradición de los gobiernos ecuatorianos ha sido la
mala utilización de los recursos públicos.
Hay que advertir a quienes tomen la
decisión y ejecuten la explotación petrolera en el Parque Nacional Yasuní, por
lo que pueda venir en los años futuros, que la Constitución señala
textualmente, en el capítulo que trata de la biodiversidad y de los recursos
naturales, que “las acciones legales para perseguir y sancionar por daños
ambientales serán imprescriptibles”, lo que significa que deberán tener mucho
tino en esta operación riesgosa en múltiples aspectos, cada uno con su propia
importancia, no solo por el inevitable impacto en la vida animal y vegetal sino
además por la posible agresión a la vida humana de los pueblos no contactados o
en aislamiento voluntario que, según afirman otros funcionarios, no habitan en
la zona y ni siquiera transitan por ella a pesar de su nomadismo, conforme lo
han podido comprobar por el monitoreo realizado.
En lo constitucional, la Corte de la
materia – cuya costumbre es demorar sus pronunciamientos – no creo que califique
la pregunta presentada por algunos grupos sociales para una eventual consulta
popular, si la Asamblea Nacional se adelanta en declarar, seguro que lo hará,
que la explotación del Yasuní es “de interés nacional” como exige la
Constitución de la República. Dirá que no cabe la consulta nacional porque el
procedimiento específico para este caso está determinado en el artículo 407 y
solo la Asamblea podrá convocar a la consulta si lo estima conveniente.
En cambio, lo que parece ineludible es
la consulta previa a los pueblos indígenas que habitan en esa jurisdicción,
conforme establece el artículo 57 de la misma Norma Suprema en protección de
sus derechos colectivos, bien se trate de una medida legislativa o de otra
simplemente administrativa.
El tema no luce sencillo.
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