Álvaro Vargas Llosa. EL MUNDO
Había algo profundamente desolador en
la actitud del joven político español Ángel Carromero desde el
"accidente" que costó la vida a los disidentes cubanos Oswaldo Payá y
Harold Cepero. Comprensible, perfectamente humano y acaso políticamente
inevitable, pero desolador. Porque bastaban dos dedos de frente, que es lo
mismo que decir una mínima información sobre los métodos del comunismo a lo
largo del siglo XX, para saber que la versión oficial, la de un accidente
provocado por la imprudencia de Carromero, era altamente dudosa y que el
testimonio de la familia de Payá, que no paró nunca de denunciar lo que a su
modo de ver había sido un crimen de Estado, tenía más credibilidad y fuerza
moral.
Me alegro, pues, de que Carromero haya
vencido todas las barreras, desde el miedo hasta la razón del Estado español,
que le impedían cuestionar la versión oficial y haya decidido brindar el
testimonio que ha dado a El Mundo hace pocos días. Porque, independientemente
de que se haga justicia algún día o de que esa denuncia tenga alguna
consecuencia práctica, y ambas cosas están por verse, su silencio, su
aquiescencia, implicaban, por explicables que fuesen, una derrota de la
libertad. Así lo sentíamos al menos muchos de los que, entendiendo los
constreñimientos terribles que le impedían hablar sin censura, veíamos que con
el paso de los días la víctima se iba convirtiendo en culpable incluso a ojos
de muchos demócratas.
Nunca sabremos exactamente cómo
murieron Payá y Cepero, pero al menos ahora sí sabemos dos cosas: que el
régimen cubano no ha logrado instalar a la víctima que iba al volante dentro de
un estado de cautiverio psicológico perenne y que el Gobierno español, que sus
razones tendrá para preferir la extrema cautela, no ha podido evitar que el
testimonio que realmente importa, que es el de quienes salieron con vida de
aquella tragedia, discurra libremente. Las cosas en su sitio.
En un mundo más justo y donde la
izquierda totalitaria no gozara de la protección que le confiere el complejo de
inferioridad de los demócratas, ya habrían ocurrido muchas cosas (cosas, me
apresuro a añadir, que probablemente hubieran sucedido si los hechos se
hubieran dado bajo un régimen ideológico de signo contrario en la isla): el
Gobierno español habría tomado cartas diplomáticas en el asunto para llegar a
la verdad y castigar, eventualmente, el crimen (Carromero no era el único
español, por cierto: Payá tenía pasaporte español también); la Audiencia Nacional
ya estaría ocupándose del caso y, al otro lado del charco, los órganos
jurisdiccionales del Sistema Interamericano ya estarían abocados a una
investigación seria. Para no hablar de la actitud de los partidos, medios de
comunicación e instituciones de la sociedad civil de los países libres, que en
lugar de tratar a Carromero, como ha ocurrido a lo largo del último año, del
modo que quería la propaganda cubana, lo habrían defendido sin complejos.
Pero no estamos en un mundo justo.
Apenas en un mundo lleno de mugre moral en el que de tanto en tanto los
defensores de la libertad tienen el coraje de mostrarles a sus congéneres por
qué no es infinitamente más injusto de lo que es. Al menos, en el puñado de
países donde hay un Estado de Derecho y una democracia liberal, o algo que se
les parece mucho. La salida del clóset moral de Carromero, si puedo usar esta
impertinente metáfora, con su liberadora entrevista es uno de esos episodios.
Refiriéndose a su decisión de hablar,
Carromero afirmó en la entrevista que Payá hubiera hecho lo mismo que había
decidido hacer él. Que no quepa la menor duda. Es posible que ese valor sea,
precisamente, la razón por la que Oswaldo murió.
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