Ariel Hidalgo. EL NUEVO HERALD
Feria de armas en El
Paso, Texas. Foto AFP
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En South Miami, en medio de una
disputa matrimonial, Derek Medina disparó su arma contra su esposa y luego la
fotografió ensangrentada para publicarla en su cuenta personal de Facebook. En
Hialeah, Pedro Vargas, con la obsesión de que estaba en la mirilla de las autoridades
y que iba a ser despojado de todo su dinero, quemó miles de dólares y luego
salió a disparar contra sus vecinos, de los cuales seis resultaron muertos.
Jazmín Catano apareció muerta en su apartamento de Manatee, presuntamente
asesinada por su ex novio, Andrés Collazos, quien huyó por el aeropuerto de
Fort Lauderdale hacia Colombia, su país natal. En Broward, Lisa Taylor salió
hacia la calle portando un arma mientras aseguraba que iba a matar personas,
por lo que fue ultimada por la policía. Son casos reportados en las últimas
semanas sólo en el estado de la Florida. Un recuento de casos semejantes en
otros estados conformaría una lista demasiado larga.
¿Cómo es posible que no se entienda
que si todos esos homicidas no hubiesen tenido la oportunidad de poseer un arma
en sus hogares, no hubieran terminado asesinando o muertos intentando asesinar
a otras personas? En el país de donde procedo, casi todos los pleitos que
terminaban violentamente no pasaban de los puñetazos, que casi siempre eran interrumpidos
de inmediato por las personas más cercanas. Y ahí terminaba todo, a veces,
incluso, con disculpas mutuas. Pero aquí los muertos no pueden dar disculpas ni
recibirlas. No recuerdo que se hubiesen producido jamás matanzas masivas en
ninguna escuela o lugar público. ¿Es acaso difícil comprender que,
independientemente de la cultura de violencia predominante, la mayoría de estos
casos hubieran tenido desenlaces muy diferentes, sin homicidas ni asesinados,
de no existir la enmienda constitucional que permite a las personas portar
armas?
Cada vez que se cuestiona la vigencia
de esa enmienda, la Asociación Nacional del Rifle lanza su ejército de
cabilderos, como en zafarrancho de combate, hacia las instituciones
legislativas con el argumento de que es un derecho constitucional. Pero ese supuesto
derecho tiene sus orígenes en condiciones muy diferentes a las actuales,
incluso fuera de los Estados Unidos, cuando Enrique II de Inglaterra decretó en
1181 que todos los ciudadanos debían portar armas en defensa de la Corona.
Luego, en 1689, el Reino Unido reconoció legalmente ese derecho para la defensa
personal pero limitado exclusivamente para los protestantes, algo que en las
décadas siguientes fue corregido muy sabiamente mediante una serie de
restricciones hasta abolirlo en su totalidad. No obstante, la Corona inglesa
fue tolerante para las Trece Colonias, donde permitió que localmente se
decidiera en ese punto. A la inversa de los ingleses, los norteamericanos
permitieron que ese supuesto derecho fuera luego consolidado con la
independencia. La Segunda Enmienda, aprobada en 1791, preveía el posible
contraataque de la Corona inglesa para recuperar sus colonias en América, por
lo que era necesario que los ciudadanos estuvieran preparados para la leva
rápida de milicias: “Como es necesaria una milicia bien organizada para la
seguridad de un Estado libre, no será infringido el derecho del pueblo a poseer
y portar armas”.
Es, por tanto, más que evidente que
las circunstancias que llevaron a los norteamericanos a la aprobación de esta
enmienda ya no son las mismas de hoy. ¿Entonces por qué se insiste en mantener
una enmienda cuya razón de ser dejó de existir hace más de dos siglos?
¿Estarían hoy de acuerdo los Padres de la Patria que la promulgaron con
mantener una enmienda que está siendo usada actualmente mucho más por
desequilibrados para la matanza de personas inocentes que para la defensa
personal?
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