Fernando Mires. Blog POLIS
Antes de que frente a los sucesos de
Egipto, Túnez y Siria, segregacionistas de todas las latitudes continúen
proclamando la incapacidad de las naciones árabes para acceder a la democracia,
antes de que los culturalistas depongan sus mieles hablándonos de "pueblos
que llevan la esclavitud en el alma", antes de que reaccionarios de
derecha e izquierda vean confirmada su tesis de "las dictaduras
buenas", sería conveniente que toda esa manga de plumarios estudiara la
historia de los países desde donde opinan. Entonces se darían cuenta de que lo
que ocurre en la región islámica,
después de los levantamientos populares del 2011, no es la excepción. Es la
regla. No ha habido ninguna revolución moderna que no haya sido seguida por el
momento de la restauración.
Escribo restauración, no
contrarrevolución. Restauración realizada por fuerzas contrarias, o por los
mismos sujetos de los levantamientos.
Un Napoleón que restaura la monarquía
en nombre de la libertad, un Stalin que restaura el zarismo en nombre del
socialismo, un PRI que restauró en México la dictadura de un partido en nombre
de la revolución, un Castro que sustituyó una dictadura militar por otra mucho
más cruel, y hasta el insignificante Ortega y su gobierno familiar
neo-somocista, son hechos que parecen confirmar esa regla universal.
Tampoco las revoluciones democráticas
de Europa del Este llevaron al poder a sus iniciadores. Quizás solo en
Checoeslovaquia, gracias a la figura integradora de Havel, o por un momento en
Polonia, bajo Solidarnosc de Walesa, en los demás países llegaron al poder
regímenes pseudo-democráticos, mafias en formato electoralista, y hasta una
autocracia neofranquista como la de Urban en Hungría. ¿Para eso lucharon
disidentes y demócratas? Por supuesto que no. Ellos corrieron el destino de
todos los revolucionarios cuando son desplazados, a veces por ellos mismos.
La propia revolución cupular de
Gorbachov ha sido desplazada por el autocratismo de Putin, empeñado en
restaurar la estructura geográfica del imperio soviético, arrastrando a todas
las dictaduras caucásicas que lo rodean. Putin es el gran restaurador; su sueño
es el mismo de Iván el Terrible y de Stalin. Su objetivo es ser Presidente de
todas las Rusias. Su utopía es antidemócratica e imperial. ¿Puede extrañar
entonces que bajo esas condiciones la restauración dictatorial egipcia haya
aparecido en las bayonetas de la soldadesca de Mubarak, comandadas por el
general al-Sisi, versión arábiga del chileno Pinochet?
No los “indignados” que hicieron
estallar las revoluciones de 2011, sino las fuerzas mas retrógradas han hecho
su puesta en escena en el Oriente Medio. La contradicción fundamental también
ha sido desplazada. Ayer fue la de pueblo contra dictadura. Hoy es la de
fundamentalistas religiosos contra militares golpistas, estos últimos
aplaudidos por sectores de la prensa occidental. Sí, la misma prensa que
estableció desde un comienzo que la lucha principal era entre laicismo
democrático y fanatismo islamista. Todavía no se dan cuenta de que no todos los
laicistas son democráticos ni todos los musulmanes son terroristas. En lugar de
concentrarse en el potencial democrático que anida en ambos sectores, se han
dejado inducir por los prejuicios anti-religiosos que ensucian a la cultura
occidental de nuestro tiempo. ¿Comenzarán pronto a apoyar a Asad en Siria?
Después de todo ¿no es el gobernante más laicista de la región?
Quizás esa fue la reflexión que llevó
a John Kerry a afirmar que los golpistas
egipcios defienden a la democracia. Con esa opinión Kerry ha regredido a la "Reapolitik"
de la Guerra Fría.
Seguramente hay en la política
norteamericana sectores que se hacen las siguientes preguntas. ¿Qué sentido
tiene apoyar a la oposición egipcia si
ella está dominada por los hermanos musulmanes, enemigos naturales nuestros?
¿Valdrá la pena apoyar a los rebeldes sirios cuando sabemos que entre ellos hay
fundamentalistas fanáticos? ¿No sería mejor competir con Rusia y ganar a Asad
hacia nuestro lado, como ayer estuvieron el Shah de Persia, Hussein, Mubarak,
Gadafi y otras preciosuras? Kissinger respondería afirmativamente, no cabe
duda. El problema es que las condiciones históricas no son las mismas de los
tiempos kissingerianos. EE UU no está obligado a intervenir en cualquier
conflicto nacional. La no intervención puede ser, y en muchos casos ha sido, la
mejor política.
Ya EE UU se ensució más que suficiente
en el Sudeste asiático y en América Latina en una guerra no siempre fría en
contra de la URSS. Esa es una de las razones
por las cuales el anti-norteamericanismo es todavía ideología dominante
en muchos países. ¿Por qué no aceptar que los pueblos construyan sus propias
historias aunque no siempre estas tengan lugar sobre lechos de rosas? En los
orígenes de toda democracia, aún en las más espléndidas, corrieron ríos de
sangre. De un modo cínico podríamos hasta preguntarnos: ¿Por qué los pueblos
del Medio Oriente no tienen derecho a
matarse entre ellos como ya lo hicieron los occidentales?
En las condiciones actuales intervenir
en un conflicto nacional solo se justifica bajo tres condiciones. La primera:
en defensa propia. La segunda: si no hacerlo significara poner en peligro a la
paz mundial. La tercera: acudir al llamado de sectores aliados. Ni en Egipto ni
en Siria se dan esas condiciones. Razón de más para que políticos como Kerry
aprendan el difícil arte de saber callar a tiempo, sobre todo cuando nadie les
ha pedido su opinión.
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