Miriam Celaya. CUBANET
Varias
semanas atrás, Cubanet publicó un artículo (“Los cubanos no quieren la libertad”, Fernando
Núñez, 1ro. de julio de 2013), un sugerente título que, no
obstante, entraña varias inexactitudes históricas y una peculiar interpretación
de los hechos en los que pretende apoyar su tesis.
La
primera debilidad del texto de referencia es precisamente la indefinición del
término “libertad”, supuesto plato fuerte del autor. Por mi parte, como
herramienta para este análisis, sentaré algunos presupuestos generales de lo
que asumo como “libertad”, principio del cual el Hombre es centro y esencia.
La
libertad es la conjunción de determinados valores y la garantía del derecho de
su ejercicio. No existe un concepto único e inmutable de “libertad” sino que
ésta asume definiciones relativas, en dependencia de factores de índole
histórica, social, geográfica y cultural, entre otras. No obstante, existen
elementos básicos consustanciales a toda definición de “libertad”, como por
ejemplo la dignidad, la responsabilidad, la conciencia, la ética, la expresión
del pensamiento, la voluntad, la búsqueda de la verdad, el bien común. La
libertad es, en su definición más simple y resumida, la condición primera de
todos los derechos humanos.
Una vez
establecido esto, tratemos de entender en qué basa Núñez su idea de que los
cubanos no queremos la libertad, a partir de algunos hitos seleccionados para
el análisis.
En el
párrafo 2 de su artículo, plantea que “El
largo fracaso de las naciones independizadas de España, observado por los
intelectuales decimonónicos, (…), se
debe a la falta de visión y a la incultura política de aquellos líderes que,
alzados también en nombre de la libertad, sólo trajeron pobreza y atraso para
sus países”.
Desde
la perspectiva de hoy, tal observación quizás sería relativamente válida. Sin
embargo, la independencia por parte de los países de Hispanoamérica significó
un importante avance en su tiempo, toda vez que la Metrópoli constituía un
freno para el nacimiento y desarrollo de cualquier proyecto de nación. Si
existieron intereses materiales y espirituales que entraron en contradicción
con el ideal libertario de independencia retrasando y lastrando hasta hoy a
nuestras naciones, o si existía entre algunos líderes una incultura política,
ello no niega en ningún sentido que la libertad e independencia logradas por
las acciones de “aquellos líderes” fueron los pilares fundacionales de esas
naciones.
Los
cubanos también se alzaron en armas contra España, no para alcanzar una
libertad abstracta, sino vinculada a sus intereses, fuerza motriz de todos los
fenómenos sociales. Eso explica que los alzamientos de 1868 se produjeron en el
Oriente del país y no en el Occidente, ya que entre ambas regiones existían
intereses diferentes. Los de Oriente, con menos poder económico y al borde de
la ruina, no estaban en condiciones de subsistir sin una reforma. Así, el fracaso
de las gestiones para promover dichas reformas en las Cortes constituyó el
catalizador para el inicio de la guerra por esa región, animada por los
independentistas. Tanto para ellos como para los reformistas, la libertad
estaba supeditada a la economía, pero muchos de esos líderes estaban influidos
por las ideas más modernas de la época, en particular, las surgidas de
las revoluciones norteamericana y francesa, lo que descarta la idea de
una incultura política absoluta.
Españoles de Cuba y un dominicano cubano
En el
párrafo 4 se lee: “Los españoles de Cuba
comenzaron el camino de la independencia solicitando no ya la libertad, sino la
anexión a los Estados Unidos”.
Asumiendo
que lo que Núñez denomina españoles
de Cuba sean los criollos ricos de mediados del siglo XVIII, habría
que recordarle que ellos no comenzaron exactamente “el camino de la
independencia”. Cuando más se podría sugerir que portaban los gérmenes de un
proceso que, en su desarrollo, acabaría conduciendo a la independencia. Los españoles de Cuba, o para
ser más precisos, los españoles
de La Habana, conformaron una oligarquía criolla con intereses
diferentes a los peninsulares pero no desvinculados de España. Su primera
aspiración, por tanto, no podía ser la libertad ni la independencia, ni mucho
menos la anexión a Estados Unidos, sino la equiparación de sus derechos a los
de los españoles peninsulares.
El
anexionismo cobró fuerzas después, en pleno siglo XIX, particularmente entre
1840 y 1855, cuando esta corriente política predominó en Cuba. Su
fundamento principal se sostenía en el interés de la burguesía cubana por
preservar la esclavitud y en menor medida el deseo de ganar para Cuba las
libertades democráticas, pero tuvo también otras tendencias. Por ejemplo, su
máximo ideólogo en Cuba fue Gaspar Betancourt Cisneros (El Lugareño),
quien aspiraba a una libertad basada en la abolición de la esclavitud, la
distribución de las grandes extensiones de tierra en pequeñas propiedades y el
desarrollo técnico y educacional del país. Para ello consideraba que entre los
modelos de España y Estados Unidos, el segundo era el mejor y por tanto
prefería la anexión a ese país antes que la subordinación a España.
Los
hombres de 1868, algunos de los cuales estuvieron influidos por el anexionismo
que predominó anteriormente y miraban con buenos ojos el modelo norteamericano
─ el más desarrollado y democrático desde aquella época ─, ya tenían un ideario
independentista.
En fin,
que los españoles de Cuba
ni comenzaron por la anexión el camino de la independencia ni la plasmaron en
ninguno de los documentos programáticos que van del programa de Céspedes a la
Carta de Martí a Manuel Mercado, pasando por las constituciones mambisas de
Guáimaro, Jimaguayú y la Yaya, así como por los Estatutos del Partido Revolucionario
Cubano (PRC) y el Manifiesto de Montecristi; en todos los cuales resalta el
ideario nacionalista y libertario.
Sin
ofrecer mayores datos, Núñez señala que a la muerte de Martí, el PRC quedó “en manos de fuerzas e intereses
pronorteamericanos” que nunca habían pensado en la construcción de una
nación soberana; criterio que pretende fundamentar en el párrafo 7: “Prueba de ello es que entregaron las riendas
del Ejército Libertador a un extranjero, que, con la muerte de Maceo, se
convirtió en un actor político de primer orden, sin contrapeso posible. Un
señor que, ignorando los deseos de la Asamblea Constituyente (que lo
destituyó), y negociando directamente con los Estados Unidos la desmovilización
del Ejército Libertador, contribuyó muchísimo a la aprobación de la Enmienda
Platt, que sancionaría de manera oficial el protectorado Norteamericano sobre
Cuba (…)”.
Y aquí
sí tengo muchas objeciones que hacer a Núñez, en primer lugar porque los
cubanos no entregaron las riendas del Ejército Libertador “a un extranjero”, sino que ese dominicano, por sus acciones
respecto a Cuba, adquirió todos los derechos entre los mejores cubanos. En
segundo lugar, Máximo Gómez no fue destituido por la Asamblea Constituyente,
pues la del Cerro no ejerció esa función; ni tampoco negoció directamente con
Estados Unidos la desmovilización del Ejército Libertador.
Veamos:
Poco
después del alzamiento de Céspedes en 1868, Máximo Gómez, con
conocimientos militares y ya radicado en Cuba, se unió a la insurrección.
Después de las primeras derrotas mambisas recibió la misión de detener una
columna enemiga de 700 hombres y 2 piezas de artillería, que marchaba de
Santiago de Cuba hacia Bayamo. Escenificó entonces la primera carga al machete,
que le ocasionó a las fuerzas españolas más de 200 muertos y la obligó a
retroceder. Así salvó a Bayamo y con Bayamo a la naciente revolución, de modo
que si Yara inició la guerra, la acción de Pinos de Baire, bajo el mando de
Gómez, garantizó su continuidad.
A esa
primera hazaña se unieron después la invasión a Guantánamo en 1871, según
el historiador Fernando Figueredo, el
lauro más notable alcanzado hasta entonces por ningún jefe cubano;
la batalla de Palo Seco, que el también historiador Miró Argenter calificó como la función más sonada de la
caballería insurrecta. A la muerte de Ignacio Agramonte, Gómez fue
designado a Camagüey e hizo la Invasión a las Villas, a fin de llevar la guerra
y la tea incendiaria hasta Occidente para destruir la economía española y
obligar a replegar su ejército por todo el país.
En 1895
se incorporó a la nueva guerra y, tras firmar junto a Martí el Manifiesto de
Montecristi en su condición de Jefe del Ejército Libertador, regresó a Cuba y
llevó la guerra hasta Pinar del Río. Protagonizó entonces otra de sus proezas
estratégicas: las contramarchas, que tanto confundieron al enemigo. En 41
encuentros Máximo Gómez enfrentó 40 mil soldados españoles, con sólo 4 mil bajo
su mando, ocasionándole al enemigo más de 25 mil muertos y heridos, contra solo
28 muertos y 80 heridos de su parte. Por su genialidad militar fue bautizado
como el “Napoleón de las Guerrillas”. No hubo, pues, tal entrega de las riendas
del poder “a un extranjero”, sino que las ganó como un valiente y patriota
cubano.
Tampoco
Gómez fue destituido por la Asamblea Constituyente. Lo ocurrido, en síntesis,
fue lo siguiente: Mientras se negociaba el Tratado de París al terminar la
guerra, el Ejército Libertador permanecía en los campamentos. En ese contexto
ya no había soberanía de España sobre Cuba, pero el Consejo de Gobierno,
elegido en la Asamblea de la Yaya tampoco fue reconocido por Estados
Unidos, por tanto, no pudo asumir el poder en un país ocupado por las fuerzas
militares estadounidenses. En tales circunstancias el abastecimiento al
Ejército Libertador era un serio problema, para cuya solución, entre otros, se
reunió la Asamblea de Santa Cruz el 24 de octubre de 1898. Los mambises
esperaban que dicha Asamblea, dotada de máximos poderes, lograra lo que no pudo
el Consejo de Gobierno: el reconocimiento por Washington. Con ese fin, 44
delegados se constituyeron en Asamblea representante de Cuba Libre, de la cual
Máximo Gómez no formaba parte.
Aunque
con la Resolución Conjunta del 19 de abril Estados Unidos se había comprometido
ante el mundo a ocupar provisionalmente a Cuba y luego entregarla a un gobierno
cubano, el trato dado al Ejército Libertador sugería un peligro potencial. El
reto de la Asamblea era tratar de forzar al gobierno norteño a cumplir lo
acordado, de manera que prefirió disolver el Ejército Libertador y respaldó una
proposición de Juan Gualberto Gómez, dirigida a que Washington reconociera la
Asamblea como representante legítima. Con ese fin salió una Comisión hacia
Estados Unidos con la intención de conseguir un préstamo para licenciar al
Ejército y devolverlo “después de la independencia”; por tanto, para que el
gobierno de Estados Unidos pudiese cobrarlo tendrían que reconocer la
independencia de Cuba. Pero el presidente McKinley no mordió el anzuelo y
argumentó que la Constitución impedía hacer tal préstamo. En cambio, estaba
dispuesto a ofrecer un donativo de 3 millones. La Comisión tampoco mordió el
anzuelo estadounidense y rechazó esta oferta.
Desde
su campamento, el 29 de diciembre de 1898, Gómez, también partidario del
licenciamiento, proclamó que Cuba
no es libre ni independiente todavía, y solicitó a la Comisión
Ejecutiva de la Asamblea adoptar una
Constitución para la República de Cuba, lo cual imprimiría
legitimidad y fuerza a la independencia. Inmediatamente, conociendo el
prestigio de Gómez, el gobierno norteamericano utilizó la diplomacia, y para
calmar al veterano guerrero enviaron a Mr. Robert Porter, amigo personal de
McKinley, a visitarlo. En la reunión, celebrada en Remedios, Poster tranquilizó
a Gómez y logró indisponerlo con la Asamblea. Gómez, sin comprender la jugada,
se convirtió en un aliado de Estados Unidos contra la Asamblea, la cual ya
había perdido cohesión con la muerte de Calixto García.
El garrotero C.M. Coen
Fue
entonces que apareció en escena el banquero norteamericano C.M. Coen,
quien ofreció un préstamo de 12.4 millones (para devolver 20 millones en
un plazo de 30 años, a un 5% de interés anual). La Asamblea estimó que esa
solución conducía a los mismos objetivos del préstamo antes solicitado.
Entonces ocurrió el desacato de Gómez a la Asamblea, quien, desde su honestidad
e ingenuidad política, planteaba que no tenía sentido tal préstamo si se
había propuesto por Estados Unidos un donativo de 3 millones.
El 9 de
marzo de 1899 la Asamblea acordó aceptar la oferta de Coen y pidió a Gómez no
expresarse contra el préstamo, lo que desencadenó el enfrentamiento que condujo
a la destitución de éste. Gómez respondió con un manifiesto público que lanzó
al pueblo contra la Asamblea. Pero en realidad Gómez nunca negoció directamente
con Estados Unidos la desmovilización del Ejército Libertador, sino que fue
utilizado por el gobierno de ese país para el enfrentamiento con la Asamblea.
En
realidad, el Generalísimo no comprendía la política ni tenía talento para ella.
Sencillamente, después de la muerte de Martí y de Maceo, los acontecimientos lo
llevaron a ocupar una posición para la cual no estaba preparado. Era un genio
militar, no un político. Pero la forma simplista en que Núñez plantea los
hechos, además de falsearlos, tampoco refuerza su tesis acerca de que los
“cubanos no quieren la libertad”.
Más
adelante, en el párrafo 9 de su artículo, Núñez decide que “No se afianzó la democracia en Cuba por
diversas razones, la primera de ellas, la comodidad, (al menor contratiempo se
apelaba a la US Navy para poner orden), y la segunda, por idiosincrasia, pues
aquellos que debían crear una patria soñada, descendientes de españoles al fin
y al cabo, animaron el caudillismo y apelaron a la violencia política durante
todo el siglo”.
Tampoco
es exacto. La primera intervención, madre de todas las intervenciones e
injerencias posteriores, no resultó de una apelación a la “US Navy” sino de la
rivalidad de las potencias de la época. Ningún cubano la solicitó. Lo cierto es
que ese acontecimiento, por la forma en que se produjo y por sus consecuencias,
dañó la autoestima de los cubanos, un factor que no debe ignorarse en el
análisis y que no puede tildarse de “comodidad”.
También
el planteamiento de que “animaron el
caudillismo y apelaron a la violencia política durante todo el siglo”,
requiere una explicación. Es cierto que los cubanos no estamos exentos de
virtudes y defectos derivados de nuestra herencia hispana, entre estos últimos
el caudillismo. Sin embargo, Núñez olvida que todas las guerras son generadas y
generadoras de violencia y los que tomaron las riendas del poder en la
República no eran sino los militares del siglo anterior, que vivieron 30 años
en guerras y en campamentos, y que la generación que los desplazó en la década
del 30 del pasado siglo, emergió también de un contexto caracterizado por la
violencia.
De
hecho, todas las revoluciones sociales son violentas en mayor o menor medida,
la norteamericana y la francesa incluidas. Las civilizaciones occidentales que
conocemos y cuyos modelos admiramos también han emergido desde la violencia.
Pero no es el caudillismo de herencia hispana el factor único de los lastres
políticos que nos pesan, sino también el desconocimiento de nuestras propias
capacidades, y en particular, de nuestra historia.
Precisamente
por esa historia, ningún individuo o grupo porta en sí la autoridad política o
moral suficientes para decidir que los cubanos no queremos la libertad. En todo
caso, en aras de ella, quizás llegará el día en que podamos elegir entre independencia,
anexión o autonomía. Desde hoy le aseguro a Núñez que esta cubana-española vota
por la primera.
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