Fernando Mires. Blog POLIS
La relación ambivalente que se da
entre la vida y la muerte la expresa muy bien Freud en uno de sus más bellos y
breves escritos, Vergänglichkeit, que
al español puede ser traducido como transitoriedad, perecibilidad o también, efimeridad.
En Vergänglichkeit
cuenta Freud que un día, al dar un paseo acompañado de dos amigos, uno de ellos
un joven poeta, éste último expresó sus sentimientos maravillados frente a la belleza
del paisaje que recorrían, pero al mismo tiempo, un profundo dolor. "Todo
lo que él amaba y admiraba, le parecía desvalorizado por el destino de
transitorio a que estaba determinado". Pero no para Freud, para quien lo
transitorio no desvalorizaba a las cosas sino les confiere un valor adicional
pues precisamente porque se sabe que algún día ya no estarán, es que las
amamos. La limitación en la posibilidad de su goce, eleva aún más el valor de
la vida. Y efectivamente, si nada fuese transitorio, perecedero o efímero, la
vida misma, sin su contrapartida, perdería su sentido, como ocurrió a los
personajes de Todos los hombres son
mortales de Simonne de Beauvoir quienes condenados a la eternidad, pedían
la muerte como absolución. Incluso el amor que sentimos hacia los seres que
amamos cobra sentido frente a la posibilidad siempre amenazante de la pérdida,
y si los seguimos amando, aún después que se han ido, es porque deseamos que
vuelvan a aquella vida que una vez abandonaron.
Escribió Freud en su cáustico estilo
de analista: "Nosotros vemos que la libido se aferra a sus objetos, y que
no quiere abandonarlos, aún si hay una sustitución para ellos. Ese es el
duelo"
Poco después de haber conversado con
el joven poeta ─ cuenta Freud ─ estalló la guerra y robó al mundo su
hermosura. Destruyó no sólo la belleza de las campiñas que arrasó y de las
obras de arte que en su recorrido pisoteó sino también nuestro orgullo en las
conquistas de la cultura, nuestro respeto frente a tantos pensadores y
artistas, nuestras esperanzas en relación a una superación de las diferencias
entre pueblos y razas". Pero alguna vez cesará el dolor, escribe Freud.
"Cuando se renuncie a todo lo perdido, ese duelo se diluirá, y nuestra
libido fluirá nuevamente libre (...) y así “los objetos perdidos serán
sustituidos por otros"
Freud, ese pesimista empedernido,
escribe en Vergänglichkeit un poético
canto a la vida; a aquella vida que nace no sólo en contra, sino también
gracias a la muerte. A pesar de todos los horrores de destrucción y muerte, la
vida se reintegrará en las almas de los vivos. Ese breve trabajo de Freud es un
elogio a aquella ambivalencia que hace posible que existamos.
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Quiso la casualidad: justo cuando me
ocupaba de Vergänglichkeit encontré
las Coplas que escribiera durante el
siglo XV el poeta español Jorge Manriquez (1440- 1479) a la muerte de su padre.
Al empezar a leerlas descubrí que Las
Coplas decían nada menos que lo que había intentado decir Freud con su
lenguaje científico; pero más de quinientos años atrás y de un modo tan certero
e impactante como sólo es posible decirlo por medio del lenguaje poético, más
allá de “la lógica de la razón pura" que tan bien dominaba Freud.
No deja de ser interesante mencionar
el hecho de que Jorge Manríquez escribe a la memoria de su padre. El gran poeta
vivía en esos momentos la clásica escena post-edípica frente al "cuerpo de
la persona amada". Con mayor razón si esa persona es el padre, surge el
arrepentimiento frente a quien deseamos alguna vez que no hubiera existido y,
por consecuencia, la reflexión "objetiva" (objetiva, pues el sujeto
ya no está presente) acerca de la vida y de la muerte. Ya desde los primeros
versos asoma la temática freudiana
Recuerde
el alma dormida/ avive el seso y despierte /contemplando/ cómo se pasa la
vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando /
El alma dormida: el inconsciente: “Lo
otro”. Lo inconsciente irrumpe y contempla el silencioso ir de la vida y el
venir de la muerte; ambas unidas, fluyendo al interior y al exterior de nuestra
vida.
cuan
presto se va el placer,/ como después de acordado da dolor,/ como a nuestro
parescer/ cualquier tiempo pasado fue mejor./
El placer es un momento repentino y
efímero que se va antes que lo reconozcamos como tal. Pero después de haberse
ido ─ no importa si lo hayamos vivido o no ─ su recuerdo sigue escondido en el
interior y al tratar de salir a fin de repetirse ─ e incluso reinventarse ─ en
el tiempo, recibe desde afuera el NO (el padre; el Yo; la cultura) que lo
culpabiliza. Entonces se produce el dolor (displacer) que surge de la imposible
repetición del deseo. Pero el deseo sigue viviendo, recreando el imaginario
momento en que fue real, transformándose por eso mismo en impulso de vida. Por
lo tanto, construye ese deseo/ impulso, al interior de nuestro ser, su propia
realidad a la que, sobre todo en los sueños, deseamos regresar, pues comparado
con el tiempo presente que vivimos donde ese placer no puede reaparecer,
representa ese recuerdo la más grandiosa de las dichas: la del ser total que
nunca podrá materializarse en la vida transitoria.
El tiempo pasado, lo ya vivido, lo que
ya está muerto, sigue viviendo en nuestros interiores, ejerciendo una atracción
magnética sobre el ser de cada uno. Los individuos y los pueblos tienden a buscarlo
en el futuro. Pero esa es sólo la proyección racional en el tiempo de aquello
que ya ─ imaginamos ─ sucedió. Creo que eso es también lo que muestra el
enigmático Angelos Novus de Paul
Klee, pintura borrosa que iluminó el alma de Walter Benjamín (El Ángel de la Historia) poco antes de
morir.
Y
pues vemos lo presente/ como en un punto es ido y acabado/ si juzgamos
sabiamente,/ daremos lo no venido por pasado./ No se engañe nadie, no,/
pensando que ha de durar lo que espera/ más que duró lo que vio/ porque todo ha
de pasar/ por tal manera.
La vida es efímera, perecedera,
transitoria. Y si somos sabios, vale decir, si incorporamos a la estricta
racionalidad del YO la sabiduría del Ello, nos daremos cuenta que el tiempo a
que ese Yo quiere someternos es algo extremadamente relativo. Pues más allá de
ese tiempo que el Yo porta y mide, individual y colectivamente, continúa la
existencia universal, en la cual dejamos de existir como aquella unidad
transitoria que somos.
Más allá de nuestro tiempo, hay otros
tiempos, de modo que puede ser perfectamente posible ─ noción einstiana ─ que lo que ha de suceder ya ha sucedido, y
el futuro no sea sino el pasado de ese tiempo que no vivimos pero al cual
pertenecemos. O mejor dicho: de ese tiempo al cual ya pertenece nuestro mundo
interior, más acá y más allá de la vida que imaginamos vivir. Entonces, no nos
engañemos. Nada es absoluto; por lo menos para nosotros; todo es transitorio
porque todo ha de pasar alguna vez, si es que lo que ha de suceder
efectivamente ya no ha sucedido. J. L Borges diría (creo incluso, lo dijo): “ya
todo sucedió”.
Jorge Manríquez, en el siglo XV, fue
además el primero que dijo esa frase que de tanto repetida parece haber perdido
todo su tremendo, heraclitiano y genial
sentido originario:
Nuestras
vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir/
Esa es también la tesis del Freud en Transitoriedad. Existe un impulso hacia
la no-vida (la materia inorgánica) que es el fluir de los ríos que van a dar al
mar de la muerte. Por eso entre los ríos y el mar existe una relación inseparable.
Que nadie piense que el río avanzará más allá del mar y de los mares. Allí, a
la muerte del río en el mar, confluyen todas las vidas.
Dijo un poeta popular chileno de vida
hermosamente licenciosa, Roberto Parra: de este mundo nadie sale vivo. No
existe, en verdad, nada más igualitario que la muerte. Frente a ese fin, todos
los proyectos de inmortalidad, toda la supuesta trascendencia de nuestros
actos, todas las ideologías del mundo, resultan absurdos pues, como escribiera
Jorge Manríquez
allí
van los señoríos/ derechos a se acabar/ y consumir;/ allí los ríos caudales/
allí los otros medianos/ y más chicos:/ allegados, son iguales/ los que viven
por sus manos/ y los ricos.
La paradoja del caso es que el mar de
la muerte ─ eso no podía saberlo Jorge Manrique, aunque Sigmund Freud así lo
presintió cuando nos habló en otros textos del “sentimiento oceánico” (Romain
Rolland) ─ no sólo es un morir: es otra vida, o si se prefiere: es sólo “otra”
modalidad de ser en el ser.
(Texto
extraído del libro El Malestar en la Barbarie, resumido y mejorado por el
propio autor)
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