Héctor Faúndez. EL NACIONAL
En días pasados, un grupo de cadetes
chilenos fueron filmados, mientras trotaban por las calles de Viña del Mar,
cantando “Argentinos mataré, bolivianos fusilaré, peruanos degollaré”, lo que
causó la justa indignación de los países vecinos, e hizo necesario que el
Gobierno de Chile ofreciera explicaciones. Casi inmediatamente, esos cánticos
xenófobos fueron respondidos, en el mismo tono, por cadetes de la policía
argentina que expresando: “Chilenito, chilenito, ten cuidado, ten cuidado, que
una noche oscura a tu casa entraré, y tu cuello cortaré y tu sangre beberé”.
Ninguna persona sensata puede imaginar
que, en una institución armada, regida por la disciplina militar, esos cánticos
sean expresión espontánea de los sentimientos de unos jóvenes cadetes, poco
informados de la historia de América Latina, de los múltiples lazos que nos
unen, y de nuestra cultura común. Y es poco realista asumir que este es un
hecho aislado, atribuible solamente a algún sargento ignorante, empeñado en
poner de relieve conflictos territoriales no resueltos, por encima de nuestros
intereses comunes y de nuestros valores.
No es casualidad que estos
sentimientos xenófobos afloren en el seno de las fuerzas armadas de un país que
fue víctima de una de las dictaduras militares más sanguinarias. Pero llama la
atención que, después de más de dos décadas de democracia, aún persista, en el
interior de las Fuerzas Armadas chilenas, ese nacionalismo trasnochado y
guerrerista, heredero del jingoísmo y del fascismo.
El sentimiento nacional nos identifica
con una comunidad, con una lengua y con una cultura; pero ni nos hace
excluyentes ni nos hace mejores que todo lo demás. Hace más de dos milenios que
los griegos se burlaban de quienes creían que la luna de Atenas era mejor que
la de Éfeso; porque, obviamente, esa luna es la misma de todos. No elegimos
dónde nacemos, y el hecho de nacer del lado de acá o del lado de allá de una
línea imaginaria no tiene ningún mérito; no nos hace ni mejores ni peores que
los demás.
Podemos amar la tierra donde nacimos,
y tenemos derecho de defenderla y de trabajar por su progreso y desarrollo; eso
es un patriotismo sano. Pero eso no significa que tengamos que negar la belleza
de otros paisajes, que no podamos disfrutar la riqueza de otras culturas, que
no podamos deleitarnos con la música y la literatura de otros países, que no reconozcamos
la generosidad de otros pueblos, o la sabiduría de otras gentes. Podemos
identificarnos y sentirnos hermanados con aquellos que forman parte de nuestra
propia comunidad; pero eso no hace que tengamos que odiar o despreciar a los
demás. Desde luego, nada justifica que tengamos que educar a nuestro pueblo
para matar y asesinar a quienes, en esta América Latina, con raíces hispanas e
indígenas, sin ser distintos de nosotros, tienen un pasaporte de otro color.
Además de fascista, por su carácter
excluyente, el nacionalismo es profundamente antidemocrático, y es un desafío
para la convivencia pacífica y civilizada; es el patriotismo construido sobre
la base de la mentira y el engaño. Y resulta absurdo que sea precisamente en
Chile, un país que ha sabido insertarse en un mundo globalizado, en donde
surjan estos brotes de chauvinismo. Pero siento que el lema inscrito en el
escudo chileno, “Por la razón o la fuerza”, tampoco hace justicia a una
sociedad que, hasta ayer, estuvo dominada por la fuerza bruta. Toda sociedad
civilizada debería guiarse únicamente por los dictados de la razón; y en una
sociedad de ese tipo no hay cabida para los delirios nacionalistas, que sólo
pueden conducir a tragedias como las que la humanidad ya ha podido conocer en
la Alemania nazi o en los Balcanes.
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