Diego
Bautista Urbaneja. EL UNIVERSAL
No es muy seguro que
este proceso que hemos vivido desde hace catorce años pueda ser considerado una
revolución, como sus jerarcas parecen aspirar que se haga. En cualquier caso,
en la historia venezolana la palabra revolución es una palabra muy devaluada.
En el siglo antepasado se la usó para bautizar cualquier cosa que significara
un cambio de gobierno. En el siglo pasado el único evento que reivindicó el
título fue la llamada revolución de octubre, que derrocó al gobierno de Medina
Angarita, y con la cual es de suponer que el chavismo no quiere tener ningún
parentesco.
Revolución socialista
desde luego no es, de modo que sería una revolución en el sentido venezolano de
la palabra, por sí mismo nada claro. De modo que lo mejor es usar la palabra
entrecomillada. Pero sea lo que sea esta "revolución", creo que se la
puede considerar terminada. Su fuerza impulsora, Hugo Chávez, está agotada, si
es que él mismo por su parte no la había dado por terminada ya hace algún
tiempo.
Es posible incluso
pensar que la preocupación de Chávez empezaba a ser la eficiencia y que lo
mismo estaban pensando los supervisores cubanos, los hermanos Castro, que
necesitan que este país funcione para seguir recibiendo el abundante sostén
venezolano. De ser esto cierto, a lo mejor lo que venía era una etapa de
moderación en el gobierno chavista.
Pero eso es a estas
alturas una pura especulación que no tiene mayor utilidad. Lo que en la
realidad efectiva estamos viendo es un proceso de descomposición nacional e
indetenible.
El Gobierno carece de
una fuerza ductora e impulsora, como la que significaba la presencia de Chávez.
Las limitaciones intelectuales y de personalidad de quienes aparecen
compitiendo por la sucesión son evidentes. Otros factores que dentro del
oficialismo pudieran aspirar a ocupar los lugares de relevo, y que pudieran
significar un cambio de orientación, están por los momentos ─ y si es que
existen ─ demasiado agazapados y no es nada seguro que cuenten con apoyos de
importancia en el mundo del chavismo. Los verdaderos sustitutos inmediatos de
Chávez como elemento de conducción, los jerarcas cubanos, tienen los problemas
que son de suponer para hacerse sentir abiertamente como tal fuerza gobernante.
Tratándose, a fin de cuentas de un gobierno extranjero, su principal
preocupación es asegurar que sus intereses queden bien atendidos, pero no
pueden encargarse del gobierno como tal. Por ahora les basta con que el
Gobierno esté en manos de un hombre de confianza, al que puedan dar
instrucciones cada vez que les interese.
De modo que el proceso
de descomposición y de desgobierno sigue su curso prácticamente sin obstáculos.
Las manifestaciones de ello son múltiples y en todos los frentes. Uribana,
desabastecimiento, repunte de la inflación, lo que se cuenta del mundo popular,
la negativa china a nuevos préstamos...
Ya la
"revolución" quedó atrás. Lo que respecto de ella se puede hacer es
tratar de estirar, a fuerza de gritos y de actos, su presencia simbólica y
retórica. Pero, después que cesan los gritos, los insultos y las amenazas con
las que Maduro quiere tapar su gran vacío mental, que las conmemoraciones
terminan, que los asistentes a los mítines vuelven a sus casas, lo que queda es
la inopia de Maduro, el desconcierto de Giordani, las angustias de Merentes,
las maquinaciones de Ramírez, la incompetencia de Varela... y el descalabro en
marcha del país.
El discurso de la alternativa democrática ha
de tomar nota de este nivel de descomposición y usar el lenguaje que le
corresponde. Lo recientemente acontecido en Uribana o en el 23 de Enero, lo que
ocurre en las calles de Caracas, ya no puede designarse con las palabras
habituales. Ya no es un simple "problema carcelario" ni un asunto de
"inseguridad". Son asuntos de otro nivel, que requieren un nuevo
nivel de dramatismo a la hora de denunciarlos y de ofrecerse como solución. El
país puede tal vez deslizarse hacia abajo sin casi percibirlo. Puede asimilar
cualquier clase de descomposición y llegarla a considerar una situación normal.
Es a la dirigencia política a la que corresponde dar el grito, poner al país
ante sí mismo, ante lo que está llegando a ser. Es a ella a la que corresponde
impedir que la colectividad, abrumada por los problemas de la vida cotidiana,
se hunda sin darse cuenta.
Ya no hay "revolución" que valga,
para disimular bajo su sonoro nombre lo que le está pasando al país. Dio paso a
su etapa superior, la pura y simple descomposición.
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