Diego Araujo
Sánchez. HOY.com
En una campaña en la cual se impone el
mercadeo electoral sobre la confrontación ideológica y los debates de tesis y
programas de gobierno, las encuestas entran en la misma corriente de
falsificación de una propaganda política en la que no hay ciudadanos sino
clientes; así las encuestas no solo orientan las cuñas publicitarias, mensajes,
tácticas y gestos de las candidaturas y su presencia en televisión, radio,
prensa y redes sociales, sino que pasan por predicciones o anticipación del
futuro y oráculo inevitable de los resultados en las urnas.
En esta simulación de democracia
creada por la publicidad, se utilizan las encuestas para generar la imagen de
un candidato invencible: las abismales diferencias entre los porcentajes de
supuestas intenciones de voto producen la sensación de que la suerte está
echada y de unas elecciones casi inútiles pues van a repetir en las urnas, como
una copia exacta, la fotografía que se tomó semanas o hasta meses atrás de las
tendencias electorales. No hay lugar para las sorpresas. Los simulacros
terminan por convertirse en la realidad.
Dentro de esa misma lógica, cae como
anillo al dedo la prohibición formal de difundir los resultados de las
encuestas en el tramo final de la campaña. Porque abre puertas subrepticias
para alimentar la danza de las cifras que llegan, de todas formas, a los
ciudadanos: circulan encuestas atribuidas a tal y cual empresa que, en algún
caso, hasta desmiente haberlas realizado; para no pocos ese instrumento cae en
desprestigio y no falta quien reivindique "las encuestas de carne y
hueso" para refutar las cifras adversas que arrojan los sondeos que se
filtran de empresas conocidas y desconocidas; pero en la precepción de una
mayoría, las cifras solo esperan el trámite de comprobación en los comicios del
próximo domingo.
No sorprende, entonces, que se perciba
todo el proceso electoral como aburrido, ni que sean sus atributos más notorios
la apatía y el desinterés. La política se ha vaciado de contenido. Las promesas
de participación ciudadana se quedaron en clientelismo, puro mercadeo y manejo
publicitario.
El talante de esta campaña se halla
determinado en gran medida por la figura de reelección inmediata que introdujo
la Asamblea de Montecristi. Hasta algunos de los inspiradores de ese cambio en
la Constitución expresan ahora su tardío arrepentimiento. Los resultados de
permitir la reelección presidencial inmediata saltan a la vista en el simulacro
de democracia. ¿No es una ficción una competencia electoral con tan abismal
desigualdad como la que se ha dado entre el candidato presidente y los demás
candidatos? El presidente anticipó seis años atrás que permanecería en
permanente campaña. Y ha cumplido su palabra. Durante esta campaña, solo
comparar los minutos que ha copado la televisión y la radio, los espacios de la
prensa en manos del Gobierno y la de los demás candidatos ilustra las
dimensiones de la desigual participación electoral. Mientras el país no cuente
con instituciones confiables ni la democracia con un régimen de partidos
políticos vigoroso, la reelección inmediata solo favorece el caudillismo
populista. La alternabilidad inmediata al menos pone distancias entre las
decisiones gubernamentales y el interés electoral. El mandatario no requiere
permanecer en campaña durante su ejercicio del poder.
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