Francisco Febres Cordero. EL UNIVERSO
Si algo hemos aprendido de revolución
ciudadana es el respeto que se debe tener a la primera autoridad del Estado.
Y es que los presidentes anteriores
eran una pendejada, francamente: andaban en un solo auto, por toda custodia les
acompañaba un edecán, no tenían avión privado o si tenían era un viejito que
volaba a pie, no contaban con helicóptero propio ni con un séquito de
guardaespaldas siempre atentos al menor desplante de cualquier ciudadano, para
capturarlo y enseñarle que al jefe del Estado no se le maltrata ni con el
pétalo de una rosa.
Definitivamente no había cultura
cívica. Y es que, claro, el país no estaba fundado y, por lo tanto, el pueblo
no había adquirido la práctica de mostrar sumisión a la primera autoridad del
Estado, y aceptar sus designios como la única ley.
Por suerte, la revolución ciudadana ha
logrado inaugurar la historia y situar a la jerarquía en su real dimensión.
Hemos tenido un presidente que nos ha enseñado a valorar el cargo que ejerce y,
a pesar de andar vestido con unas horribles camisas étnicas, su dignidad va más
allá porque, entre otras cosas, tiene prohibido que nadie más de su gabinete
las use: ese es un don privativo del jefe y solo él tiene el derecho de andar
como mamarracho, si le da la gana.
Después, él invoca sistemáticamente la
majestad del poder, que ha sabido encarnar con excelencia, sometiendo a las
demás funciones del Estado y nombrando a su criterio jueces, fiscales y todo
mismo, al amparo de su omnímoda voluntad. Por eso, si quiere meter preso a
alguien, le mete nomás; si quiere sacarlo, le saca nomás; si quiere
sentenciarlo, le sentencia nomás; si quiere insultarlo, le insulta nomás; si
quiere homenajearlo, le homenajea nomás. Y si quiere darle a su primo permiso
para que se vaya al matrimonio de su hijito que se casa en Miami, le da nomás.
¡Eso es pues ejercer la autoridad con
excelencia! ¡Eso es saber mandar con excelencia! Y por eso nosotros, cabizbajos
ante su sola presencia, temerosos de provocar su ira santa ante la palabra más
inocua o el mínimo gesto que podría contrariarlo, debemos invocar la dignidad
que ostenta como se merece. Chuta, pero ahí está el lío: ¿cómo será de
llamarle? No, eso sí que no les acepto. ¡Cómo le vamos a llamar Rafi I! ¡Qué
horrible! Parece nombre de papa.
Es que ya no quedan muchas opciones
francamente, porque otros se adelantaron y nos ganaron los posibles nombres,
que a nuestro presidente le quedarían chéveres: Presidentísimo por la gracia de
Dios, El Supremo, El Gran Bonificador, El Joven Luchador, y hasta Papá (pero no
Papá Doc, como el que sabemos, sino Papá Ecoc, con un título que nues chiviado,
por suerte).
En realidad, para nuestro líder,
imbuido de todos los poderes terrenales y hasta algunos celestiales, le queda
un único título que lo personaliza y le calza por su manera de interpretar las
leyes a su sabor, de dictar sentencias, de premiar a sus áulicos, justificar
todas sus triquiñuelas –aun las más abyectas– y castigar a sus detractores:
Excelentísimo.
Lo demás puede venir por añadidura, a
gusto del cliente: Dictador, Jefe Supremo. O bueno ya, Compañero, como le
llaman sus siervos. Lindo queda: Excelentísimo Señor Compañero Presidente.
Pero ques Excelentísimo, es
Excelentísimo.
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