Iván García. Blog DESDE LA HABANA.
Raúl Castro de visita a Angola, 1975 |
En noviembre de 1975, cuando Angola proclamó su independencia de Portugal, Cuba comenzó a enviar tropas a la nación africana, abocada a una guerra civil que amenazaba desangrarla. Cinco meses después, en abril de 1976, los combatientes cubanos recibieron la visita del ministro de las fuerzas armadas, Raúl Castro. Le acompañaban varios altos cargos militares, entre ellos Rogelio Acevedo, acusado de corrupción y defenestrado a principios de 2010.
Han transcurrido 35 años. Todavía hoy, veteranos de la guerra angolana se mantienen fieles al gobierno de los Castro. Es el caso de Renato, 70 años, quien con orgullo dice seguir perteneciendo a una casta de revolucionarios que prefieren que la isla se hunda en el mar antes de regresar al capitalismo
Sí. Hay ancianos que pelearon en Angola que aún duermen con el cuchillo apretado entre los dientes. No se les ocurra hablarles de democracia. “¿Qué es eso? Quien desee el poder tiene que quitárnoslo a tiros”, responden.
Lo de ellos es cumplir órdenes. Sea un acto de repudio a las Damas de Blanco o a un “cabecilla contrarrevolucionario”. Allí están. Como parte de esa barricada con que cuenta la revolución ante posibles disturbios callejeros.
A los veteranos criollos, el síndrome del fusil también les ha pasado factura. Su válvula de escape es vivir del pasado. El mejor momento del día es cuando reunidos en el local de la asociación de combatientes, rememoran la etapa en que fueron jóvenes y curtidos soldados u oficiales.
Es su combustible emocional. Las marchas bajo 40 grados de temperatura por carreteras angolanas, evadiendo minas terrestres. O las escaramuzas con tropas de Jonas Savimbi y Holden Roberto, donde a morterazo limpio y con ráfagas cerradas de AK-47 exterminaban al enemigo.
Para estos abuelos, aquellas hazañas son sus días de gloria. A Renato ya no le acompaña el físico. Tiene más achaques que el Morro. A diario fuma casi dos cajetillas de cigarrillos y bebe más ron de lo debido. “Se va a morir así. Defendiendo la causa y odiando a los que no apoyen la revolución”, dice resignada Marta, su esposa desde hace cuarenta años.
Sus hijos respetan al intransigente padre y lo dejan hacer. “A otros les da por discutir de béisbol, hacer mandados, cuidar los nietos o regar las flores. A a mi papá lo que le gusta es participar en simulacros de bombardeos yanquis o hacer el paripé de una invasión. Y eso de que las ‘calles son de los revolucionarios’ se lo toma con demasiado celo”, señala Ernesto, uno de sus cinco hijos.
En el barrio lo ven de muy distinta manera: loco, bufón, esperpento… La gente le dá cuerda. Cuando los domingos de la defensa intenta caminar erguido y marcial, vestido de miliciano y con un puñado de medallas colgadas en el pecho, los más jóvenes se burlan y en voz baja dicen: “Si los marines ven a esta tropa, le cogen lástima”.
Estos veteranos de guerra también sufren los rigores de la escasez material y económica generosamente brindada por el ineficiente Estado. Sus casas suelen necesitar pintura y reparación para que no se venga abajo al paso de un ciclón. Comen lo que sus hijos “resuelven” en sus puestos de trabajo. O con los dólares girados por parientes de Miami.
Lo peor es que no pueden contar con los buscavidas para que les vendan arroz, carne de res, leche en polvo o aceite vegetal. Por debajo de la mesa, sus mujeres e hijos son los que deben comprar en el mercado negro el suministro alimenticio que permita reforzar la dieta de estos activos ancianos.
Luego de almorzar, sin saber de dónde salieron los alimentos, el viejo Renato se marcha a charlar con sus ex compañeros de armas. Quizá ese día haya nuevas órdenes que cumplir. Lo mismo puede ser una pachanga callejera en apoyo a la revolución, un desfile en la plaza o un mitin contra ‘mercenarios pagados por el imperio’.
Cuando se acuesta, mientras su esposa lee la Biblia, Renato repasa su libro de cabecera, Días y noches, de Konstantin Simonov, regalo de un coronel soviético que fue asesor militar en Cuba. “Vieja, tu verás que con Raúl la cosa va a mejorar. Hasta leche tendremos”, dice optimista. “Dios quiera que así sea”, responde su mujer. Y apaga la luz.
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