Sergio Muñoz Bata. EL NUEVO HERALD.
Al amanecer del domingo 18 de diciembre, con el cruce del último convoy de tropas a Kuwait, Estados Unidos puso fin a nueve años de guerra en Irak, una guerra en la que nadie ha salido victorioso.
Al anunciar el retiro de las tropas, el presidente Obama reconoció el sacrificio, ensalzó el valor y el patriotismo de las fuerzas armadas y le recordó a la nación que con este acto final cumplía su palabra de retirar las tropas estadounidenses de Irak antes de Navidad. En Bagdad, al declarar el fin oficial de la guerra, el secretario de Defensa, Leon Panetta, habló más de los riesgos que se avecinan que de los logros de la ocupación norteamericana.
Para quienes resienten la invasión extranjera a su patria; para los parientes y amigos de los más de 100 mil muertos en los bombardeos y para los heridos y damnificados, el fin de la ocupación estadounidense es motivo de celebración. Aunque hay también muchos que agradecen el derrocamiento de Saddam Hussein. Casi todos coinciden en que hoy el futuro de su país es más incierto.
Y si el saldo de la guerra ha sido negativo para los iraquíes, no lo ha sido menos para los norteamericanos. Casi 5 mil estadounidenses murieron ahí, más de 35 mil fueron heridos y el gasto de los contribuyentes a esta guerra se aproxima al billón de dólares en un momento en el que la economía naufraga y el 9% de los norteamericanos están desempleados.
Pero el fracaso de la invasión a Irak es mucho mayor de lo que se supone porque el verdadero propósito de la Operación Libertad Iraquí, ha escrito el historiador y coronel retirado del ejército norteamericano Andrew Bacevich, “era demostrar que Estados Unidos seguía dirigiendo la marcha de la historia”.
Según Bacevich, el derrocamiento de Hussein representaba la gran oportunidad para Estados Unidos de remover cualquier duda sobre su poderío militar y su determinación, así como para revalidar el Consenso de Washington. Es decir, para reafirmar las expectativas ideológicas, económicas y militares que se crearon en EEUU con el fin de la guerra fría, y que proclamaban la victoria definitiva e irreversible del capitalismo global con Estados Unidos liderando en su papel como “la nación indispensable” (según Bill Clinton).
Cuando sobreviene el 11 de septiembre, George W. Bush sabe que no solo tiene que responder a la afrenta sino que debe aprovecharlo para erradicar cualquier sospecha de debilidad nacional. Bush convierte la guerra global contra el terrorismo en una guerra para rescatar la preeminencia global de EEUU y el primer paso en su estrategia era mostrarle al mundo que la guerra en Irak sería cuestión de días. La historia no se escribió así y la guerra se prolongó y el desprestigio de EEUU se extendió por el mundo y a Obama fue a quien ahora le tocó intentar apagar un incendio que él no provocó.
Para Obama, la retirada de las tropas de Irak era inevitable. Primero porque como senador se opuso a la invasión por considerarla como una guerra “tonta”, ofensivo e inexacto adjetivo el que usó para calificarla cuando “injustificada”, “improcedente” o “inmoral” habrían descrito mejor su naturaleza.
Como presidente, la guerra en Irak le sirve a Obama de plataforma para estructurar su política exterior, definiéndola como una distracción que impedía enfocarse en la guerra “necesaria”, la de Afganistán; argumentando que la invasión de Irak había dañado severamente la imagen y la estatura de EEUU en el mundo; repitiendo que en estas épocas el poderío militar de un país, por más grande que sea, no determina los resultados; y explicando que el cambio democrático solo sucede cuando surge desde dentro y nunca cuando se intenta imponerlo desde fuera.
En un año de elecciones, la apuesta de Obama es que los estadounidenses ya quieren cerrar ese capítulo. Pero no cabe duda de que en caso de que la situación en Irak empeore y su deterioro tenga repercusiones en EEUU, los republicanos más belicosos acusarán a Obama de ser un presidente débil que desoyó el consejo de los militares que insistían en mantener en Irak una presencia militar permanente. Cualquiera que sea el riesgo, la apuesta bien vale la pena.
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