¿Tiene un mandatario la obligación de cuidar lo que dice en público para no alimentar estereotipos? Sí, en general la tiene. Pero sólo una expectativa mística de lo que es una figura política puede deshumanizarla al extremo de exigirle no actuar como un persona sino como un Dios.
Álvaro Vargas Llosa. BLOG EL HILO DE ARIADNA. EL MUNDO.
Un chiste contado por el mandatario chileno Sebastián Piñera en la Cumbre de la Alianza del Pacífico en México ha generado un escándalo en su país y electrizado a las redes sociales. El chiste, que él ya había contado con bastante menos acústica y en un ambiente menos solemne en el pasado, habla de la diferencia entre un político y una dama: “Cuando el político dice que “sí” quiere decir “tal vez”, cuando dice “tal vez “quiere decir “no” y cuando dice que “no” no es político…Cuando una dama dice que “no” quiere decir “tal vez”, cuando dice “tal vez” quiere decir que “sí” y cuando dice “sí” no es dama”.
Los buenos chistes, hélas, suelen contener alusiones ofensivas, ser dichos de forma extemporánea y recoger, deformándola hasta lo grotesco, una percepción popular. Da la casualidad que el chiste de Piñera reunió las tres condiciones: ofendía a políticos y mujeres, fue dicho en medio de una sesuda sesión de trabajo con el grupo de mandatarios latinoamericanos que asistían a la reunión y hundía el dedo en la llaga de viejas percepciones populares. Por eso fue un estupendo chiste, que no es invento de Piñera ni muy nuevo que digamos. No dudo que sus peores críticos dejaron escapar una vergonzante sonrisa cuando lo oyeron o leyeron antes de fruncir el solemne ceño, tosiendo.
¿Tiene un mandatario la obligación de cuidar lo que dice en público para no alimentar estereotipos? Sí, en general la tiene. Pero sólo una expectativa mística de lo que es una figura política puede deshumanizarla al extremo de exigirle no actuar como un persona sino como un Dios. La fuerte tradición puritana estadounidense, por ejemplo, ha fijado una tabla de mandamientos que exige de sus políticos un comportamiento monjil. El resultado es la irrealidad y por tanto la zozobra moral permanente en la vida pública además de una malsana confusión acerca de lo que es o debe ser la política. En Europa, en cambio, donde, con matices de diferencia, hay una mayor madurez para fijar normas de conducta al hombre o mujer de Estado –una visión, si queremos, desacralizada de lo que es la política—, se tiene mayor tolerancia con las humanas debilidades del personaje siempre y cuando no viole la legalidad, no robe o no mate. Hay excepciones: en Inglaterra, la moral victoriana impuso la hipocresía de la doble moral. Pero, ya se sabe, Inglaterra no es exactamente Europa...
En América Latina, la cosa es más complicada porque no hay propiamente una tradición democrática. Y como no la hay, no fue la sociedad la que se hizo una idea de lo que debe ser la conducta del político sino el político, o sea el autócrata de turno, el que le fijó a la sociedad sus normas de conducta. En tiempos democráticos o semi democráticos –y ésta es una de las esporádicas etapas dignas de tal nombre, con excepciones obvias—, los latinoamericanos intentan hacerse una idea de lo que debe ser la conducta del político. Hay países, como Venezuela, donde se ha dicho desde hace décadas que todo político que se precie debe tener amantes. Pero hay otros, especialmente aquellos con mayor tradición católica, como Chile, donde, a pesar del fuerte 'destape' de las generaciones jóvenes, todavía se tiende a exigir del líder una fuerte representatividad moral. El continente va buscando su patrón de conducta pública a trompicones.
En Latinoamérica, hay en general dos extremos. Por un lado está el pájaro tropical, especie ejemplarmente representada por Hugo Chávez, del que se espera que sea procaz en público, vulgar en su conducta, machista y ofensivo contra todo y contra todos. Del otro está un país como Colombia, donde la fuerte tradición jurídica ha impuesto unos estándares mucho más rigurosos de conducta a sus líderes. Otra cosa es que en uno u otro lugar se cumplan las normas mencionadas o que siempre ocurran las cosas como lo digo. Pero son demasiados los casos a lo largo de los años para no ver que algo de esto hay.
El escandalete del chiste de Piñera se enmarca en el contexto de una América Latina donde todavía no existe una idea clara de qué cosa le exige la sociedad al hombre o mujer de Estado en su conducta pública. Los que se han llamado a escándalo, y en el supuesto de que no lo hayan hecho sólo para hacerle perder puntos políticos, apuntan a la sacrilización de la función pública. Y eso es más grave que un error: es un imposible. Lo políticamente correcto, ya se sabe, es un puritanismo que no dice su nombre.
Dicho lo cual, el chiste de Piñera no tiene ni remotamente la importancia que le han dado. El mandatario chileno venía de tener que soportar la cumbre de la Celac en Venezuela (el enésimo intento por crear un sistema de integración ajeno o incluso contrario a Estados Unidos) y para colmo salió de allí comprometido a compartir con Hugo Chávez y Raúl Castro, sus adversarios, la responsabilidad de vigilar el cumplimiento de los acuerdos. De Venezuela partió a México probablemente con ganas de distenderse y sobre todo de desfogarse por la seguidilla exasperante y soporífera de cumbres latinoamericanas que no conducen a nada y en las que además tiene que sonreírles y darles palmaditas en el hombro a personajes que desprecia (es posible, en cambio, que la Cumbre de la Alianza del Pacífico sea mejor que las otras porque se trata de gobiernos más serios, porque son pocos los miembros y porque la idea de partida no es demagógica). No lo culpo.
Sus críticos, mujeres u hombres, tienen que aflojarse un poco la corbata, tomarse una copa y dejarse de tonterías. No importa que quien cuenta el chiste sea de izquierda o de derecha. Los chistes de salón no tienen ideología.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario