Armando López. DIARIO DE CUBA
¡Navidad! Gran fiesta a medias recobrada. Porque desde la fundación de nuestra nación, los cubanos todos, ricos y pobres, blancos y negros, la celebraban con la familia reunida y hoy estamos regados por el mundo.
Por siglos, la Navidad fue la gran fiesta de los cubanos. Para unos fiesta de fe, para otros, sencillamente fiesta. Las vidrieras exhibían el pesebre con el niño Jesús y los Reyes Magos, mientras cientos de emisoras de radio entremezclaban villancicos con mundanas guarachas y sones.
A La Habana llegaban miles de turistas a ver los quioscos de cubanerías de los parques de La Fraternidad, de la Playa de Marianao, de la Avenida del Puerto, las luminarias musicales de las calles Reina, Galiano, San Rafael con sus cinéticas campanas de acera a acera, que hacían la noche día y dejaban escuchar tiernas melodías navideñas.
Los turistas no venían por fe religiosa, sino a gozar de las calles engalanadas, de los espectáculos en los lujosos cabarés Tropicana, Montmartre y Sans Souci, de las verbenas de los barrios de Jesús María y Atarés, de los coros de guaguancó en los patios del Cerro, de las contentosas mulatas de rumbo (por qué no), de los treinta kilómetros de clubes con música en vivo de la capital más fiestera de América.
La Habana siempre estaba llena de turistas, pero en la gran fiesta se desbordaba. Conseguir un cuarto de hotel desde víspera de Nochebuena a pasado Día de Reyes, era un acontecimiento. Los mercados de Carlos III, de la Plaza del Vapor, hervían, los pregones de los dulceros tomaban las calles.
En la mañana víspera de Nochebuena, las mujeres adobaban el puerco que los hombres asaban en la noche a fuego lento y las abuelas cocinaban guineos y guanajos en fricasé con aceitunas y alcaparras, herencia de antepasados moros. En el campo, el puerco se asaba en puya, haciéndolo girar sobre la candela, sazonándolo con hojas de guayaba.
No faltaban en la comelancia los dátiles y turrones heredados de España, ni los frijoles negros bautizados con miel, herencia de África, o los buñuelos de yuca que nos legaron los taínos. La Nochebuena sincretizaba los sabores de una nación crecida a golpes de látigo, tambores y bandurria.
Casas, solares y bohíos, vestían sus mejores galas: el arbolito brillaba sobre el niño Jesús en el pesebre y, a su alrededor, enmarcándolo María, José, los Reyes Magos, y las carticas de los niños, donde pedían juguetes que algunos no recibirían.
Los mayores se sentaban en una larga mesa. Los muchachos aparte, para que mortificaran menos. "En mi casa nos reunimos 12". "Pues en la mía éramos 40". Cada cubano alardeaba del tamaño de su familia, de los que vinieron de lejos.
El fiestón comenzaba el 23 de diciembre, seguía en La Nochebuena del 24, en el almuerzo montería del 25 (con lo que sobraba de la cena), continuaba en la espera del Año Nuevo, donde creyentes y ateos (por si acaso), arrojaban el cubo de agua a la calle para que se llevara lo malo, y culminaba el 6 de enero, con Gaspar, Melchor y Baltazar.
La Nochebuena era la zafra de los vendedores de vinos españoles, de las rojas manzanas venidas del norte (que muchos ofrecerían a Santa Bárbara), de los curas que pasaban el cepillo en las iglesias, de la bullanguera vitrola en la bodega de cada esquina.
Era la fiesta en que regresaba el hijo pródigo, la tía fea, los primos lejanos, donde el abuelo dejaba que los nietos hiciéramos lo que nos diera la gana, y las mujeres, por beatas que fueran, tomaban hasta hacer chistes verdes y sonrojar a sus maridos…
Algunos iban a la Misa del Gallo, a media noche del 24, para celebrar el nacimiento de Cristo. Pero la noche siguiente, cuando ya, el niño Jesús sonreía, los cubanos salían a bailar a las sociedades (Tennis y Liceos, los blancos), al Gran Maceo (los mulatos), a La Bella Unión (los negros), a los cabarés los faranduleros, a los bateyes de los centrales los campesinos.
En las fiestas de 1959, la mayoría de los cubanos celebraron la tradición y la esperanza de un futuro mejor. La Nochebuena, Fidel, la pasó con los carboneros de la Ciénaga de Zapata y en la Plaza de la Revolución hubo una cena gigante para los fidelistas que entonces eran la gran mayoría de los cubanos.
Ya Santa Claus, comenzaba a ser popular. La televisión lo usaba en sus comerciales y, almohada por barriga, barba truco, gorrita con pompón, tocaba campanitas en los portales de 23 y L, en el Vedado, la esquina que la sensual del cine italiano Silvana Pampanini, llamó "la más caliente del mundo", después de dormirse al comandante.
Pero Fidel, empeñado en eliminar al anglosajón Santa, pretendió sustituirlo por Feliciano, un personaje de guayabera, sombrero de guano y barba, que la gente no tragó… Ya el comandante comenzaba a transgredir nuestras tradiciones, o peor, a creerse nacido en el pesebre.
En las Navidades de 1960, con el título de Jesús del bohío, en la marquesina de CMQ Televisión, instalaron tres insólitos reyes magos, Fidel, El Che y Juan Almeida, que traían como regalos la Reforma Agraria y la Reforma Urbana.
Comenzó el éxodo masivo de cubanos.
En 1962, la libreta de abastecimientos no contempló arbolitos de Navidad, ni guirnaldas de colores, ni estrellas de Belén, ni niño Jesús de yeso, ni turrones. Las sociedades donde los cubanos bailaban fueron nacionalizadas. La religión fue considerada contrarrevolución.
Las fiestas navideñas fueron prohibidas por decreto oficial en 1969, con la excusa de ser un estorbo a la zafra de los 10 millones que no fueron. Los cubanos debían tener las manos libres, no para asar el puerco, sino para cortar caña.
Por décadas, con las ventanas cerradas, algunas familias, con lo que forrajeaban en el mercado negro, pretendieron continuar la tradición navideña, pero con una Nochebuena apagada por los temores al CDR, por el éxodo de padres, hijos, tíos, primos, entristecida por las lágrimas de ausencia.
En la Isla, el niño Jesús y los magos Gaspar, Melchor y Baltazar, serían expulsados de la iconografía de la Revolución. El Día de Reyes se sustituiría por El Día de los niños (1974), cada tercer domingo de Julio. Los niños cubanos crecerían con un juguete básico al año, y los harían jurar: "Seremos como el Che". El Año Nuevo dejó de celebrarse para festejar el triunfo de la Revolución.
La caída de la Unión Soviética, obligó al régimen a hacer concesiones (1991). Con la visita del Papa, Juan Pablo II a la Isla (1998), el gobierno colgó un enorme corazón de Jesús en la Plaza de la Revolución y autorizó a celebrar la Navidad. En hoteles y cines volvieron los arbolitos para turistas; en iglesias, como la catedral de La Habana, sacaron el pesebre con el niño Jesús a la calle.
Hoy, los cubanos retoman a medias la gran fiesta, a medias, porque Nochebuena, Navidad y Año Nuevo, son alegría de la familia reunida, y la nación cubana está dividida: los de la Isla y los errantes por el mundo. Solo en el reencuentro habrá verdadera Navidad.
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