Mario J. Viera
Apenas tenía doce años de edad, soñaba con poseer mi arbolito de Navidad; un día encontré botado un arbolito artificial, lo recogí, y como pude lo compuse un poco. Para obtener los adornos necesitaba reunir dinero, por lo que me iba a pie hasta el colegio ahorrando lo que recibía para pagar el pasaje de ómnibus, y guardaba hasta los centavos que me daban para la merienda. De ese modo fui adquiriendo las bolas y otros adornos para mi flamante árbol navideño.
Una vecina me regaló una guirnalda de multicolores luces y me di a la tarea de armar “con todos los hierros” mi preciado arbolito. Mi padre, militante del PSP (comunista) se encogía de hombros viéndome hacer, a mí que era católico. Al año siguiente ya tenía, el mismo arbolito más un Nacimiento que obtuve con mis ahorros de merienda y pasajes y el auxilio de varios vecinos. Para no extenderme, en mi tercera Navidad pude contar con un tremendo pino natural y con todos sus adornos y luces que me había comprado mi padre. Su ateísmo se había rendido ante la alegría y el luminoso mensaje de la Navidad.
Aquellas navidades de mi infancia, mi adolescencia y parte de mi juventud qué maravillosas y alegres eran, si hasta en esos día se olvidaba la pobreza, se echaban a un lado las angustias existenciales y uno se entregaba de lleno al entusiasmo navideño.
Muchas veces nos trasladábamos al pueblo de Morón en la antigua provincia de Camagüey para celebrar en la casa de mis abuelos paternos la Nochebuena. Mi abuelo, un isleño de Canarias, aunque muy liberal en su vida diaria era, en cuanto a la Navidad, un furioso conservador. Exigía que todos sus hijos se reunieran ese día en el comedor de su casa, aquel bohío de techo de guano de palma cana, paredes de tabla de palma real y pisos de cemento coloreados.
Mi abuela, también isleña, refunfuñaba con todo el ajetreo de los preparativos de la cena, reclamando que primero, antes de cenar había que asistir a la Misa del Gallo.
Mi abuelo unía dos mesas grandes y las cubría con todos los manjares habidos o por haber para la fiesta. El lechón asado, en ocasiones hasta dos bien cebados que él mismo criaba, no podía faltar en la comelata. Le encantaba el guineo y sobre la mesa las postas de esa ave nunca faltaban. Congrí, mi abuelo estaba bien “aplatanado”, en cantidades industriales, y arroz blanco y potaje de frijoles negros; plátano maduro frito, plátano verde en tostones o chatinos, abundancia de yuca con mojo, ensalada de lechuga y tomates, y turrones de jijona, de alicante, de yema, y el vino, no podía faltar el vino, vino rojo, vino dulce, vino blanco, todo acompañado con nueces, avellanas, castañas, higos y dátiles.
En la calle ya comenzaba la celebración desde el día 23. El algunas zonas se armaban corrales para la venta de puercos, guineos y guanajos, es decir pavos, vivitos y coleando que serían sacrificados el día de la gran fiesta. Había una alegría contagiosa; dondequiera que uno pasaba siempre alguien te invitaba a probar el lechoncito que se asaba y hasta darte un trago de vino, cerveza o ron.
Los comercios ardían de luces. Los escaparates se adornaban con motivos navideños. La Navidad penetraba por todos los rincones y eso que el cubano no fue nunca un pueblo de religión practicante, casi laico, pero católico en su mayoría y que solo visitaba la iglesia en las fiestas más solemnes o más vinculadas a sus tradiciones.
La Nochebuena de 1958 fue una celebrada con tristeza, sin mucho jolgorio, casi clandestinamente. Corría mucha sangre por las calles y los campos. Mi abuelo ya no vivía y aquella cena, allá en el pueblo de Morón, solo mi abuela, mi hermana, una tía política, su hijo y yo comimos la cena en silencio. Miembro del Movimiento 26 de julio yo había buscado refugio en Morón para evitar caer en manos de la policía batistiana.
Llegó luego la Nochebuena de 1959. Esperanza. Se recobraba el entusiasmo por la celebración de la festividad. Parecía que siempre iba a ser así y quizá mejor....
En 1969, Fidel Castro decretaba el fin de las celebraciones navideñas y se trasladaban los festejos para el caluroso mes de julio en celebración de una fecha que bien hubiera podido se luctuosa, por todos los que murieron en la aventura del Moncada.
Ya no se volvería a celebrar el nacimiento del Salvador. Quedaba abolido su recuerdo.
En 1998 Juan Pablo II visitó a Cuba con su mensaje de “¡No tengan miedo!”, como una concesión al Santo Padre, el gobierno de Fidel Castro declaró el 25 de diciembre como día festivo. De nuevo aparecieron árboles de Navidad en las casas... pero la Navidad no volvió a ser la de antes... Ya no queda alegría en Cuba.
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