Carlos Alberto Montaner
(FIRMAS PRESS) En un artículo publicado este domingo 11 de diciembre en Diario de Mallorca el señor Damián Barceló miente o ha confundido los detalles de nuestro encuentro en 1992.
Damián Barceló |
Por esa época, los Hoteles Meliá forjaban sus lazos económicos con la dictadura castrista y, por lo que yo entendí, algunos de sus directivos –quizás el propio Gabriel Escarrer, hombre al que se le atribuyen fuertes creencias religiosas—tenían ciertos escrúpulos de conciencia y decidieron examinarlos conmigo. Eso sí, eligieron un hotel de Madrid y la cita fue casi clandestina y con un acuerdo de confidencialidad que ahora, ignoro por qué, el señor Barceló rompe para contar, a su manera, lo que realmente discutimos y qué fue lo que se dijo.
En principio, no me sorprendían las vacilaciones morales del grupo Meliá. Al fin y al cabo, se trataba de vincularse a un socio que practicaba el apartheid contra su propio pueblo –los cubanos no podían alojarse en esos hoteles— y numerosas habitaciones contaban con cámaras ocultas colocadas por la policía política con el objeto de controlar o extorsionar a quienes mantuvieran alguna conducta íntima que los situara en posiciones vulnerables para luego ser reclutados o amenazados.
Estas prácticas repulsivas convertían a los ejecutivos españoles y a las empresas que las autorizaban en cómplices de la represión y los exponían a todos a consecuencias penales cuando se estableciera un sistema democrático en el país, como les sucedió a muchas compañías alemanas tan pronto fue derrotado el nazismo. Por aquellas fechas, le comenté al señor Barceló, Bayer todavía pagaba multas por su colaboracionismo con las hordas de Hitler.
Pero había más: los trabajadores de Meliá en Cuba, como los del resto del país, carecían de derechos civiles y sindicales, con lo cual se vulneraban todos los acuerdos de la OIT signados por España y por Cuba.
Recuerdo haberle advertido al señor Barceló, sin otro ánimo que el de comunicarle algo que, sin duda, ocurrirá en su momento, los peligros a los que exponía a su empresa y a sus empleados por ganar un puñado marginal de dólares: llegada la hora de la libertad, los centenares de trabajadores inicuamente explotados por los infames pactos entre un estado totalitario y las inescrupulosas empresas a él asociadas para explotar a trabajadores privados de derechos, acusarán ante los tribunales nacionales e internacionales a estas compañías y les reclamarán los salarios no percibidos y los daños y perjuicios infligidos a los empleados.
¿Cómo podía predecir este desagradable futuro? Porque había visto en un gran bufete internacional de abogados un informe pormenorizado de un sindicato cubano clandestino en el que se reflejaban los miserables emolumentos recibidos por los trabajadores, contrastados con las sumas que por cada uno de ellos le pagaba Meliá al Estado cubano. Dado que ese Estado era socio de Meliá, para los trabajadores cubanos (y para los abogados que examinaban el expediente) no había duda de que estaban en presencia de una fraudulenta operación de pinzas destinada a esquilmarlos cruelmente, reprobable conducta por la que le pedirían cuentas a la multinacional española (y a las de cualquier país) cuando la situación lo permitiera.
Los abogados que me enseñaron la documentación estaban seguros de que Meliá, en su momento, al margen de las responsabilidades penales que acaso les correspondan a los ejecutivos que directamente colaboraron con la Seguridad del Estado cubano, tendría que abonar muchos millones de dólares a los trabajadores a los que había explotado inicuamente. Hoy, dos décadas más tarde, ese problema no ha hecho otra cosa que agravarse y multiplicarse.
Por otra parte, el señor Barceló miente, escribió mal sus notas o se ha olvidado de lo que realmente ocurrió, cuando dice que yo viajé de los Estados Unidos a defender el embargo norteamericano y a amenazar a los hoteleros españoles a nombre de la Unión Liberal Cubana, partido que entonces yo presidía –hoy lo dirige el Dr. Antonio Guedes– y del cual, según él, era valedor el gobierno de Estados Unidos.
En primer lugar, yo vivía en España desde hacía más de 30 años, era ciudadano de ese país y la situación me preocupaba como cubano y como español. Estados Unidos nada tenía que ver en todo esto y Washington no tenía la menor relación con la ULC. Mi intención, y la de mi partido, era tratar de revitalizar los lazos económicos entre Cuba y el tejido empresarial español, pero sólo cuando Cuba fuera libre. Entonces pensaba, y todavía creo, que esos vínculos pueden ser muy útiles para ambos países.
En segundo lugar, recuerdo que le dije al señor Barceló lo que siempre he repetido como un mantra: no soy partidario del embargo norteamericano. Creo que se debe levantar tan pronto en Cuba se permitan las libertades fundamentales de asociación y prensa y se vacíen las cárceles de presos políticos. Estrategia, por cierto, muy en la línea de lo que reclamaban los demócratas exiliados españoles durante la dictadura de Franco: que la ONU mantuviera su cerco a ese gobierno antidemocrático hasta tanto no se les concedieran libertades a los españoles.
En tercer lugar, la Unión Liberal Cubana surgió y se estableció en España y no en Miami, como equivocadamente ha escrito el señor Barceló. Y se creó en Europa, precisamente, para extraer el conflicto del reñidero USA-Cuba y llevarlo al sitio donde debe estar: un enfrentamiento entre los demócratas del mundo entero y la última dictadura estalinista de Occidente.
Me sorprenden, eso sí, algunas de las afirmaciones con que el señor Barceló termina su artículo. Desliza sus conversaciones con Felipe González, entonces Presidente de Gobierno, y con el Rey Juan Carlos, tratando de convertirlos en avalistas morales y políticos de las inversiones de su grupo hotelero en Cuba. Ignoro lo que estas dos destacadas personalidades le dijeron realmente, pero en un sistema de economía libre y propiedad privada, no es de recibo ampararse en el visto bueno de las autoridades. En un Estado de Derecho lo que prevalece es la ley, no la opinión de funcionarios prominentes.
Más aún: yo también me reuní con Felipe González en la Moncloa en 1992 –ya había colapsado el mundo comunista– y encontré a alguien profundamente decepcionado de Castro, de su terquedad totalitaria y de la falta de libertades que padecían los cubanos, razón por la que decidió echarnos una mano. Actitud cercana, por cierto, a la de José María Aznar desde la oposición, al frente del Partido Popular, y de Adolfo Suárez, a la sazón líder de la Internacional Liberal, quien, con la colaboración inteligente de Raúl Morodo, había propiciado nuestra adhesión a la IL respaldando que se me nombrara vicepresidente de esa institución.
Puedo decir, orgullosamente, que en aquellos años, gracias en gran medida a la labor de la ULC, todo el arco democrático español respaldaba a sus pares cubanos, entonces integrados en una Plataforma Democrática que incluía a liberales, socialdemócratas y democristianos empeñados en tratar de repetir en Cuba el milagro de la transición española.
Con el Rey hablé en privado unos años más tarde sobre Cuba, Fidel Castro y sobre el embargo norteamericano, pero cumplo a rajatabla el compromiso de mantener en secreto lo que en secreto se conversa con su Majestad, aunque sí puedo decir que me pareció lúcido, coherente y solidario con los demócratas cubanos.
Cito, textualmente, fragmentos de los párrafos finales del escrito de Barceló y los comento:
Yo no soy castrista pero tampoco anticastrista, porque tendría que censurar que con Castro se haya acabado con el analfabetismo, se hayan creado muchas docenas de universidades, se ha enseñado a trabajar a los soñolientos, se ha conseguido que la mayor longevidad del mundo sea cubana, que se exporten médicos, que Cuba dejase de ser el prostíbulo de los gringos y el tugurio de Batista.
Pues sí que me engañó el señor Barceló. Con ese modo de razonar puede declarar que no es antinazi porque Hitler acabó con los desórdenes de la República de Weimar. Cuando nos reunimos me habló con tanto desprecio de la dictadura cubana, del fracaso económico y del desastre social que había visto, y que él, justamente, atribuía al colectivismo comunista, que pensé que era anticastrista. Estaba convencido de que cualquier persona sensible y educada debe oponerse a la barbarie, ya sea la que promueven los marxistas-leninistas, los fascistas o cualquier género de opresores. Veo que me equivoqué.
¿Acabó la dictadura castrista con el analfabetismo y enseñó a trabajar a los soñolientos? ¿Por qué Barceló repite estos tópicos absurdos? Cuando lo conocí me pareció una persona mejor informada. En 1959, cuando comienza la revolución comunista, Cuba tenía el mismo nivel de alfabetización de España y un tercio más de riqueza per cápita?¿Era ese nivel de desarrollo el producto de trabajadores soñolientos que necesitaban el látigo del mayoral colectivista para crear bienes y servicios?¿Por qué cree Barceló que hasta esa fecha los españoles sin trabajo emigraban a sociedades más ricas y prometedoras, como la cubana, la argentina, la alemana, la suiza o la francesa?
¿De dónde ha sacado Barceló la tontería de que Cuba es el país con mayor longevidad del mundo? ¿Le parece bien que Cuba exporte médicos –en la Isla les llaman “esclavos de bata blanca”—cobre por esos servicios importantes sumas de dinero y les pague a los profesionales cantidades miserables? ¿Por qué repite que Cuba era “el prostíbulo de los gringos” si en los años cincuenta era una de las naciones de América Latina con menor índice de enfermedades venéreas, dato clave para medir una actividad que, necesariamente, es encubierta? Más prostitución hay en Barcelona o Madrid, como demuestran los anuncios de sexo por dinero en cualquier gran diario de España, que la que podía encontrarse en La Habana cuando comenzó esta pesadilla. ¿Justificaría Barceló una tiranía en España para acabar con el barrio chino de Barcelona y sacar a las prostitutas de la madrileña Casa de Campo?
Sin embargo, Cuba es hoy, indudablemente, el prostíbulo de los españoles (y de los italianos y de tanta gente desaprensiva que va a la isla a comprar sexo a precio de saldo, incluidos los pedófilos) y, sin duda, a eso, al menos indirectamente, han contribuido los hoteleros. ¿Se opone el señor Barceló a la prostitución, en general, o padece de alguna suerte de nacionalismo genital que lo precipita a tolerar y facilitar entre sus compatriotas lo que critica en los extranjeros?
Tras comparar a Castro y Franco, dos gallegos afectados por el talibanismo, según Barceló, y tras predecir el fin de la dictadura cubana, tal vez como consecuencia de la apertura económica y, de paso, del chavismo, el alto ejecutivo de Meliá se despide de una manera bastante frívola: “Algún día contaré otras travesuras en que me he visto involucrado, no menos dignas de ser sabidas como la que hoy dejo escrita”.
Para él se trata de una travesura. Para muchos cubanos, en cambio, la colusión entre los empresarios de un país libre y los gestores de una tiranía con el propósito de explotar a los trabajadores en régimen de semiesclavitud, tiene otro nombre: es una vergonzosa violación de los principios éticos. Es una canallada y, probablemente, como se verá en su momento, un delito.
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