Reproduzco la
introducción a la colección de relatos sobre un mítico pueblo que denominé RIO
BONITO. “Recuerdos de Río Bonito”.
RIO BONITO
Mario J. Viera (1997)
Como uno es viejo, y ha vivido
tanto; como estos ojos que ya casi no ven, de tanto que han visto; como ya es
el tiempo en que la vida de uno es sólo recuerdos, pedacitos de sueños que se
le salen a uno, por momentos, de lo profundo de la memoria; es por todo eso que
el que quiere conocer de algo de lo que ya fue, de las cosas que fueron, de lo
que hubo, de lo que pasó, viene luego a preguntarle a uno. Entonces, se queda uno así, un ratico en
silencio, con la frente inclinada, para cazar de golpe el recuerdo y soltarlo
tan pronto como se le agarra.
Claro, ya somos viejos, pero muy
viejos, tanto, como para contar lo que se vio durante la colonia y lo que pasó
en los primeros años de la república, así, con letra menudita, porque no era
una República como deben ser todas aquellas que lo son.
Entonces, uno sacude la cabeza,
sonríe y dice:
“¡Ah, cará… qué tiempos aquellos!”
Y rompe uno a contar lo que vio y
lo que nunca vio, lo que creyó ver y lo soñado alguna vez, pero que se cuenta
como cosa real: como aquella vez en que me perdí en el manigual y me persiguió
el diablo, negro como un carbón, en cueros y a la pelota como un desgraciado;
feo como una pesadilla, con su cara de mono y sus ojos chiquitos, brillantes y
malignos; con sus alas de murciélago y sus patazas y sus manos peludas cargadas
de uñas como las de las jutías.
¡Ah!, pero la gente no cree en
estos relatos, y se dicen unos a otros, muy bajito, en susurros, como para que
uno no pueda oírles:
-
¡Pero qué cosas se inventa el viejo…! Cosas de gente chiflada…
-
Ya chochea, el pobre…
Y no saben que uno los escucha,
clarito, como si nos lo dijeran al oído; porque los escuchamos con la oreja del
recuerdo, de lo eternamente cotidiano.
Es que toda la vida ha habido viejos; y los viejos, siempre, han contado
sus cosas, de tal forma que los jóvenes, los de siempre, han tenido los mismos
cuchicheos.
Pero lo que a uno más le gusta es
irse hasta la lomita de San Juan y sentarse a la sombra de los tecales viejos,
para mirar con ojos de nostalgia este pedacito del mundo en el que hemos vivido
tantos años; para captar así el sentido de la palabra Patria. Y se da uno cuenta de que allí está toda
su vida, los fantasiosos días de la infancia, de una infancia, muy pobre, sí;
llena de estrecheces, también; pero infancia al fin, que todo lo ignora y que
va descubriendo todo, sin la frialdad de los adultos, con algo que tiene de
magia y de increíble; como la misma existencia del güije que vive escondido en
las verdosas aguas del remanso de Rio Bonito, casi en la desembocadura del mar.
Entonces uno llena la cachimba con picadura de tabaco y le da candela, y
mientras aspira el humo caliente, suspira.
Como que todo recuerdo se te sale por la garganta y no por el
cerebro. Y así, tu mente te lleva por un
camino borrado; por ese camino que solo los viejos conocemos; y te conduce
hasta los días lejanos, que ya no existen, aunque todavía viven; porque viven
en el recuerdo, en el tuyo, en el de otros viejos como tú, que suspiran con los
recuerdos.
Este es nuestro pueblo, con el nombre del río junto al cual lo fundaron
los conquistadores: Río Bonito. Parece ser que ese sucio hilillo de agua de
ahora, en un tiempo fue un hermoso y caudaloso rio. En sus riberas crecían limpios pastos y los
sitieros cultivaban sus frutos y los pescadores llevaban sus embarcaciones hasta
el recodo para comerciar la pesca sacada del mar. Allí tenían un pequeño poblado… Hoy es un rio
viejo, cansado y lento y la gente nueva se ríe de su nombre o pasa de largo sin
preocuparse de si existe o no.
Pero también Rio Bonito, el pueblo, es un pueblo viejo. Tan viejo como que – según nos contaban los
más ancianos ─ fue fundado por el mismísimo Diego Velásquez, aquel hidalgo
español que fundara la villa de Baracoa y otras seis villas más. Y si de Rio Bonito no quedó constancia de la
fecha de su fundación, ni se recogió en los anales históricos, ello se debió a
que el escribano real, o estaría borracho o, como relatan las malas lenguas,
que ni a la Historia perdonan, en este sitio sufrió un accidente sobre su noble
frente a resultas de que su mujercita… ¡En fin!, que no le dio su hidalguísima
gana de que el resto del mundo supiera que aquí se había fundado una nueva
villa.
Y uno se pone a pensar contemplando los rojos techados desde la altura
de San Juan y se rememoran tantas cosas. Cosas que pasaron, que son ciertas, y
que cada piedra blanca de las calles de mi pueblo, si pudieran hablar, las
contarían con gusto; como la historia de aquella fatídica perra blanca que
todavía se dice que vaga como un espectro, por allá, por el cenagal, o
contarles sobre los bandoleros de El Tulipán, o el recuerdo de aquel gigante
que clavó su cuchillo en la puerta de la iglesia antes de abandonar el pueblo,
y nadie podía arrancar aquel cuchillo.
¡Cómo aguardó el pueblo por su regreso! Lo aguardaban ansiosos, como si
con su retorno traería a estas tierras una felicidad que se imaginaban perdida…
Desde el San Juan se ve todo el pueblo. Recostada contra el rio se
levanta la parte vieja del pueblo. Allí
está la vieja iglesia, el parquecito con sus flamboyanes y la Ceiba que los
niños de la escuela pública sembraron el 20 de mayo de 1902 y aún se conserva
orgullosa y desafiando al tiempo. La Calle Real, que hoy se llama José Martí, cruza
por delante de la iglesia y atraviesa el rio para luego convertirse en camino
real que te lleva hasta la cabecera de la provincia. Allí mismo está el
edificio del Ayuntamiento y la vieja escuela pública de paredes de tierra y
techo de tejas españolas.
Del otro lado del rio está el cementerio. Allí descansan los más
destacados hijos de Rio Bonito, en tumbas antes bien cuidadas y hoy abandonadas
y tristes, como abandonados y tristes están los muertos, como tristes y sin
esperanzas están los vivos. Y uno se pregunta si es pura coincidencia que a la
calle que conduce al campo santo le hayan puesto el nombre de Libertad.
Rio Bonito es un pueblo pequeño donde todos se conocen; uno de esos pueblos
donde es forastero aquel que no vive dentro de dos leguas a la redonda; donde
los pueblerinos miran con curiosidad, que a veces parece impertinente, a todo
el que llega de paso o viene de afuera de estos lomeríos, de ese valle, de
aquella playa, que es nuestra geografía, nuestro mundo. Pero su gente es franca
y sencilla y acogedora, como lo son todas las buenas personas que, en cualquier
parte, tienen que ganarse el pan sudando duro el sobaco y la frente. Gente que
mira a los ojos, que tomados individualmente pueden tener sus defectos, como
cualquier otra criatura de Dios; pero que, vistos de conjunto, todos son gentes
honradas y buenas; la gente que cada sábado y domingo se reúnen en el Café del
Isleño Eneas a conversar y a jugar dominó, como siempre ha sido, como siempre
será, porque hay cosas que nunca cambian, aunque cambien los tiempos y aunque
se renueven las generaciones.
Y allí, en el viejo Café del Isleño, podrá el viajero curioso, en esas
tertulias de siempre, de gentes sencillas, de gentes honradas, conocer la
historia de este pueblo. Pero no se ría el viajero curioso de las cosas que
escuche, porque la gente le hablará del güije como quien habla del vecino de la
acera de enfrente, como de un amigo viejo de toda la vida, y se ofenden si el
forastero pone en dudas lo que le cuentan, porque ¿qué cosas no habrán vistos
esos arrieros por estos lomeríos?, y porque hay cosas que no pueden verse solo
con los ojos, ni pueden entenderse con la razón que es hija de la duda.
Es que Rio Bonito está como encerrado entre el rio y las lomas; rodeado
de matorrales espesos que se resisten a abandonar las laderas, y mirando hacia
el sur se extienden cenagales, donde crece el macío y las plantas de agua, y
salta el cocodrilo detrás de su presa. En la orilla opuesta, el terreno es
ondulado y rico en vegetación; allí se ven las palmas barrigonas y los
algarrobos de largas ramas, y los sitieros cultivan entre los espacios que le
dejan libre el matorral y el pedregal calizo.
Del lado de acá, las lomas, con sus
dientes calcáreos se arriman al río como mordiéndolo. Por allá se abren las
casimbas y los pozos ciegos; por allá se movían los espectros, las quimeras y
los fantasmas.
Hoy Rio Bonito es como un largo
bostezo. Se ha perdido la magia de
aquellos años cuando era válido soñar.
Ahora no hay sueños, porque donde no hay esperanzas no hay sueños, y los
arrieros ya no cuentan relatos de aparecidos a la luz del quinqué de un bohío
perdido entre el matorral y las guardarrayas. Es por eso que la gente nueva te
viene a ver, para que les hables de antes, de todas aquellas cosas que vivieron
los pueblerinos, de lo bueno y de lo malo, porque hasta lo que había de malo
por acá, por estos andurriales, la gente de ahora lo ven con el color violeta
de la nostalgia, como algo que suena a maravilla; y le extraen alusiones y se
contagian con aquella esperanza que nacía del deseo de cambiar lo que se
sentía, lo que se creía malo; porque entonces uno veía que el tiempo, que los
tiempos, eran cambiantes, que todo podía cambiarse, que el tiempo no se
inmovilizaba, que no era como ahora, cuando parece que el tiempo se ha dormido
y que toda la vida es un eterno hoy, sin ayer y sin mañana.
Porque cuando tú sueñas, el mundo se
transforma; porque cuando sientes que aún quedan esperanzas, tienes alegría de
vivir, sientes que vives; y si te sientes vivir, te sientes con fuerzas y
tienes la certeza de que puedes modificar lo que te incomoda.
Entonces uno se echa a hablar y a
hablar, y hablas de San Sebastián, el santo patrón del pueblo y rememoras los
viejos chismes que se relataban las comadres a la luz mortecina de una lámpara
de queroseno y relatas las cosas que hacía el güije y lo que se decía de la aparecida del puente de
Santo Tomás, que parece se han mudado de río porque ya nadie los ve, y les
cuentas la historia de Blas Cosme, que fue una esperanza escapada entre las
manos, porque el pueblo lo convirtió en mito y los hombres no pueden hacerse
mito, porque a la esperanza no se le puede dar cuerpo de hombre.
Y uno va contando como fue creciendo
el pueblo a un lado y otro del río, porque le hemos visto crecer como
cualquiera ver crecer a sus hijos. Y cada casa del pueblo nos trae un recuerdo;
aquélla, el de una linda cara de mujer; la otra, el de un hecho feliz o triste;
la de más allá, la que está como saliendo del río, el relato de una curiosa
leyenda…
Ahora, con esos edificios nuevos,
iguales, feos, que le han construido y con esa represa que excavaron para
cortarle el camino al río y aprisionarle sus aguas y no dejarle correr como
corría feliz sobre las chinas pelonas de su lecho, rio Bonito, ya no es tan
lindo y mágico como antes era, si es que hasta uno llega a pensar que a nuestro
pueblo se le debiera cambiar el nombre por el de Rio Viejo, o tal vez, Rio
Triste o… ¡Rio Sin Esperanzas!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario