Mario J. Viera
De
acuerdo con las tres primeras acepciones del Diccionario de la Real Academia,
la autoridad es “poder que gobierna o
ejerce el mando, de hecho o de derecho” (primera acepción). Autoridad en la
segunda acepción significa: “Potestad,
facultad, legitimidad” y, finalmente, autoridad es “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su
legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”. Al mismo
tiempo se reconoce a la autoridad como vinculada al poder del estado, siendo de
hecho una manifestación de dominación, por lo que, sin sometimiento, sin
obediencia acatada o impuesta no hay autoridad.
¿Se
puede discrepar de la autoridad? Asumiendo los riesgos que impone la oposición
a la autoridad, es legítimo, en determinados casos, discrepar y hasta oponerse
a la autoridad, asumiendo la forma y las
actitudes de la desobediencia civil. Se puede discrepar y aun negarse a acatar
los postulados de una ley que se considere injusta o discriminatoria o que
choque con los principios éticos o ideológicos de un determinado sector de la
sociedad. Resulta del todo legítimo, aunque tal vez no legal, discrepar y
oponerse a la autoridad usurpada por un poder dictatorial. En este caso, la
discrepancia puede manifestarse por declaraciones públicas, por actos de
resistencia pasiva o mediante el recurso de la insurrección.
El
tema de la autoridad o de la discrepancia de la autoridad lo traigo a colación
luego de haber leído un artículo aparecido en Granma bajo el título “Autoridad de la discrepancia” debido a
la pluma de la periodista oficialista Anneris Ivette Leyva.
La
reportera de Granma intenta acicatear a aquellos del oficialismo que poseen el “poco empeño para sostener argumentos
divergentes, el temor a desentonar en un colectivo, la conveniencia de no
entrar en desacuerdo con el ‘nivel superior’” planteado dentro de los
cumplimientos de los lineamientos económicos trazados en el Sexto Congreso del partido
totalitario impuesto en el poder y único legalmente reconocido por el gobierno
y por la vigente Constitución socialista.
Haciendo
la advertencia previa de que “lo ha
reconocido la máxima dirigencia del país”, la escribiente asegura que “bajo la necesidad de mantener incólume un
consenso nacional (…) como principal
arma defensiva ante un escenario de perenne agresión contrarrevolucionaria,
llevaron a escuchar con suspicacia cualquier voz discrepante y, por momentos,
aun con las mejores intenciones, a confundir el camino de la unidad construida
desde lo diverso por el de la unanimidad esquemática”.
Cuando
alguien se atrevía a discrepar del rumbo que llevaba la revolución dirigido a
la creación de un estado comunista se le endilgaba de inmediato el mote de
contrarrevolucionario, lo que equivalía a algo así como los estigmas con que
marcaba la Inquisición a los herejes en su camino hacia la hoguera. No se
trataba de suspicacia, sino de intransigencia ante “cualquier voz discrepante”
imponiendo “la unanimidad esquemática” característica de todo estado
totalitario, unanimidad que se repite periódicamente en las breves reuniones de
la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Según
la opinión de la periodista de Granma, esa esquemática unanimidad nunca fue el
espíritu de la “revolución”. ¿Será cierto? Para calzar este, su aserto, la
cronista cita unas palabras de Fidel Castro pronunciadas tras su arribo a La
Habana el 8 de enero de 1959 ─ siempre hay que acudir al Magister dixit como amparo ante cualquier desliz ─ : “Engañar al pueblo, despertarle engañosas
ilusiones, siempre traería las peores consecuencias (...) cuando no tengamos delante al enemigo,
cuando la guerra haya concluido, los únicos enemigos de la Revolución podemos
ser nosotros mismos…”
¡Cuanta
verdad hay encerrada en esas palabras pronunciadas con fuerza demagógica por el
Dalton criollo! La revolución sería traicionada por la gavilla serrana.
Engañaron al pueblo cuando aseguraban que su revolución no era comunista,
cuando afirmara el propio Castro durante el juicio a Huber Matos que quien
acusara a la revolución de comunista era contrarrevolucionario. Con su
populismo oportunista ─ los populismos tienen fuertes tintes de oportunismo ─ los
usurpadores del poder despertaron “engañosas ilusiones” en el pueblo, ilusiones
que nunca se materializarían y tras la traición, los únicos enemigos de la
revolución fueron ellos mismos. El castrismo es de hecho la contrarrevolución
erigida en poder.
El
leitmotiv del artículo lo expresa su autora: “la incapacidad para erradicar los errores pasados y en los que
pudiéramos incurrir, constituía la mayor amenaza de nuestro proyecto social”.
Proyecto social fracasado en la práctica e incapaz de erradicar los dislates
sobre los que se estableció. Quienes pudieran erradicar los errores pasados y
los nuevos en que se incurran, son los que discrepan de la autoridad impuesta manu militari en Cuba; pero esos no son
considerados como interlocutores en un diálogo en la diversidad. Ellos, para el
castrismo, no cuentan, no poseen voz y hay que reprimirlos, aplastarlos,
denigrarlos como mercenarios; para ellos no tienen sentido las palabras de Raúl
Castro citadas por la redactora del Granma: “Es preciso acostumbrarnos todos a decirnos las verdades de frente,
mirándonos a los ojos, discrepar y discutir, discrepar incluso de lo que digan
los jefes, cuando consideramos que nos asiste la razón…” y siempre, aun hasta
para los oficialistas, dentro de determinadas condicionantes: “en el lugar adecuado, en el momento oportuno
y de forma correcta”.
Llámese
“reformas” o “actualizaciones” como se quiera referir a las medidas de “corrección”
que intenta imponer Raúl Castro, el país continuará en el despeñadero
continuará el inmovilismo, continuará la imposición de la autoridad totalitaria
bajo el accionar de la seguridad del estado y la movilización de esquiroles
actos denominados de repudio.
Me
adueño del último párrafo del artículo “Autoridad
de la discrepancia”:
“Saber callar es un acto de sabiduría cuando
la idea poco aporta o no viene a lugar esgrimirla; pero aplicar la máxima sin
discriminar el caso puede empujarnos hacia el terreno cenagoso del inmovilismo
y la apatía. Las palabras, incluso las no dichas, nos hacen responsables de sus
efectos”.
Sí,
el discrepar de la autoridad es también un derecho del ciudadano. Ante la
ilegitimidad no se admite el silencio de los pusilánimes.
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