Mario J. Viera
Puedo
repetir lo que había dicho en el 2004: Están de moda; pareciera que se ha
descubierto la fórmula de los proyectos
para mejorar el totalitarismo. “Es la
nueva onda y quienes no quieran desentonar y hacerse buenos aspirantes a
premios Sajarov y nominaciones para el Nobel no deben quedarse sin presentar
una nueva receta de cambios políticos en Cuba”, dije entonces y repito
ahora. Hay tantos proyectos, tantos Manifiestos, tantos llamados a la
reconciliación, tantos los que proponen un diálogo con personeros del castrismo
y que ilusamente esperan que exista la voluntad política de “parte de quienes siendo menos del 1% de la
población, poseen la capacidad real de decisión sobre todos los aspectos de la
vida cotidiana en nuestra patria” para implementar las propuestas recogidas
en esos proyectos y manifiestos.
No
son pocos los proyectos que proponen reformas a la Constitución socialista con
la pueril idea de aprovechar “resquicios” dentro del ordenamiento jurídico del
totalitarismo y la propuesta del olvido y de la política del “borrón y cuenta
nueva”.
En
medio de esa marejada de propuestas patrióticas “Castro podrá decir lo que un día dijera Gerardo Machado: “con papelitos
a mi no se me tumba”, los autores de los proyectos, las propuestas, los
programas, los documentos de trabajo, se ganaran algunos titulares de la prensa
extranjera y hasta quizá nominados para alguno de tantos premios y… ¡Todos
felices! Todos, menos el sometido pueblo
cubano”
Dentro
de Cuba y dentro del exilio existen dos tendencias que se contraponen, una, la
representada por el sector moderado, reformista, disidente; otra la que agrupa
a los radicales, demoledores, opositores. La primera busca reformas conducentes
a una transición democrática pactada, la segunda, la de los demoledores exigen
el cambio total sin medias tintas y convenios. La primera, entre los más
publicitados; la segunda, los muchas veces olvidados y casi colocados en el
anonimato; ellos no elaboran manifiestos cargados de retórica y de lenguaje
políticamente correcto. Son demoledores, son como sans coulottes de nuevo
estilo.
Yo
firmaría un Manifiesto que no propusiera un diálogo con los represores y, en
cambio, pidiera un diálogo entre los diversos sectores del exilio y la
oposición interna, un diálogo que llamara a la reconciliación entre ellos y se
dirigiera a la creación, como en Venezuela, de una Mesa de Unidad Democrática,
la unidad dentro de la diversidad. La unidad de la izquierda, el centro y la
derecha dirigida a un mismo fin y sin convenios con los tiranos.
Firmaría
un Manifiesto que no cerrara las puertas al sector reformista dentro del
castrismo no manchado por actos en contra de las libertades públicas y hayan
probado su intención de acercarse a los opositores.
Firmaría
un Manifiesto que no pidiera reformas a la Constitución de 1976 ni a la
reformada de 1992, sino que pidiera restablecer la Constitución de 1940 sin
llamado previo a una Constituyente. La Constitución de 1940 no fue derogada
legalmente y ha de ser el documento guía para restablecer la República. No es
necesario buscar nuevas fórmulas cuando se tiene un documento elaborado,
legítimo y democrático como la Constitución de 1940. Las reformas podrían venir
después. No se puede fundar la nueva república sobre los endebles pilares de la
Constitución de 1976 a partir de una reforma de sus postulados. La Constitución
Socialista debe ser derogada.
Yo
firmaría un Manifiesto que no lanzara un manto de olvido sobre los crímenes
cometidos por la dictadura. Firmaría un Manifiesto que exigiera llevar a los
grandes culpables y a sus auxiliares ante los tribunales para responder por sus
crímenes y recibir el castigo por sus culpas. La reconciliación no es olvidar
las culpas de los principales responsables del drama cubano. La reconciliación es el encuentro
pueblo-pueblo; es el abrazo de todos los cubanos para emprender un empeño
común, de nación.
Yo
firmaría el Manifiesto que busque imponer el derecho, llevando ante los
tribunales de justicia a los dirigentes del Partido Comunista, a los oficiales
de la Seguridad del Estado, a los dirigentes del Ministerio del Interior,
proscribiendo el PCC, deshabilitando permanentemente para el ejercicio de la
abogacía a los jueces y fiscales que hayan actuado en juicios que condenaron a
los opositores pacíficos.
Yo
firmaría un Manifiesto que condenara a todos los que mancharon su dignidad
desde 1952 hasta el presente. Lo mismo a antiguos batistianos como a furibundos
castristas.
Los
culpables, los grandes culpables, los que se mancharon las manos con sangre
para sostener las dictaduras haya sido la de Batista o la de Castro que
enfrenten la justicia. No puede haber “borrón y cuenta nueva” para los
castristas, tampoco puede haberlo para los batistianos cuando unos y otros se
mancharon directamente con la sangre de sus opositores.
Los
que antes fueron batistianos de simpatías, sin crímenes de que arrepentirse,
pueden fundirse en el abrazo de vecinos o de amigos con los que antes fueron
fidelistas de simpatías sin crímenes sobre su conciencia.
Yo
firmaría un Manifiesto que proclamara tajante que la nueva República no
reconocerá la deuda externa contraída por el gobierno usurpador y que esa nueva
República replanteará sus relaciones diplomáticas con aquellos estados que se
aliaron al castrismo y le ofrecieron apoyo internacional.
Me
complacería en firmar un Manifiesto que reconociera como legítimo y apoyara
cualquier método de lucha dirigido a derrocar la dictadura siempre que no
incluyera la colaboración con los altos personeros del régimen.
Ese
Manifiesto que contuviera estos mínimos pronunciamientos lo firmaría sin
dudarlo. Los otros, los ya existentes y los que estén por venir de idéntico
corte no los firmaría… ¡Definitivamente no!
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