Las
confesiones del español Angel Carromero y del sueco Jens Aron Modig tuvieron la
tesitura dramática de un ensayo bajo asedio.
Andrés
Reynaldo. DIARIO DE CUBA
Si vamos a juzgar por lo que se oculta
y de la manera que se oculta, cabe culpar a la dictadura o junta militar cubana
(¿cómo llamar a ese engendro de nuestras revolucionarias tradiciones?) de la
muerte de los disidentes Oswaldo Payá Sardiñas y Harold Cepero. En rigor, por
su ilegítima adquisición del poder y su inveterada trayectoria delictiva, los
Castro son acreedores de la presunción de culpa antes que del beneficio de la
duda.
Las confesiones del español Angel
Carromero y del sueco Jens Aron Modig tuvieron la tesitura dramática de un
ensayo bajo asedio. De ser un ápice más falsas y forzadas hubieran tenido que
recurrir al teatro de marionetas. Los periodistas oficiales actuaron como
fiscales y los corresponsales extranjeros se limitaron a preguntar lo que se
puede con la cara de lo que no se puede. Unos viven de las ventajas de portarse
bien y los otros temen las consecuencias de portarse mal.
A Carromero le van a sacar el jugo.
Acusado de homicidio, el martes estaba en 100 y Aldabó, un tenebroso enclave
del Ministerio del Interior. No hay que torturarlo. Ni siquiera darle un par de
gritos. Basta con dejarlo solo por unos minutos en las duchas. La certeza de
que el gobernante Partido Popular hará todo lo posible por moderar sus desdichas
nos permite augurar un giro favorable hacia La Habana en la diplomacia
española. Dudo de que Suecia no baile con la misma música. Para Madrid y
Estocolmo, Carromero vale más que la verdad.
La familia de Payá y la disidencia se
quedan de momento con una versión del accidente que nadie quiere, no digamos ya
confirmar, sino mencionar. El editorial de Granma publicado el lunes acusa las
intenciones del escarmiento. Los extranjeros que vayan a ayudar a los
disidentes tendrán que dormir cada noche de su estadía en la Isla junto al
fantasma de Alan Gross, el norteamericano convicto de espionaje por llevar
equipos de comunicación a la comunidad judía. Vuelven a pasar a la esfera
clandestina colaboraciones tan anodinas como la entrega de una revista. Todo,
supongo, en el más estricto espíritu de las reformas.
Granma convierte la incógnita en
delito. Cualquier versión no oficial responde a los turbios intereses de
enemigos interiores y exteriores. Mientras más burda sea la coartada, mejor.
¿Que el auto aparece en dos escenas diferentes? Un simple espejismo. ¿Que venía
un médico forense en la ambulancia? La revolución es previsora. ¿Que el
pestañazo del sueco pareciera un episodio de catalepsia? Eso se llama fase
profunda del sueño. La propaganda de la dictadura no se preocupa tanto en
desvirtuar la verdad como en demostrar que aún tiene la fuerza para sustituirla
por una mentira. A plena luz y en contra de los hechos. Antes que engañar, su
propósito es aterrorizar.
Aunque sea obviamente quimérico ha de
insistirse en una investigación independiente. Agrega presión sobre la
conciencia de españoles y suecos, alerta sobre el peso de su responsabilidad
futura a los funcionarios y oficiales involucrados en la contradictoria
pesquisa gubernamental y estimula la circulación de la información sobre los
fatales hechos. La dictadura tiene las armas, pero nosotros tenemos la memoria.
Por su poder de convocatoria, la
efectividad de sus iniciativas y su enorme prestigio, Payá era el enemigo
formidable de la dictadura. En sus últimos días nos advirtió de la enorme
trampa que ya está montada contra el porvenir de la nación. Una meticulosa,
tenaz y ahora sangrienta operación de reciclaje y desmemoria para preservar la
continuidad dinástica de los Castro.
Su cadáver grita frente a los voceros
de la Iglesia Católica y esos exiliados súbitamente reconciliados con Raúl que
nos aseguran, sin evidencia ni sonrojo, que Cuba será un paraíso dentro cinco
años y nos invitan a subirnos al tren de los cambios. El mismo tren que
acechaba en una curva de una carretera de Bayamo.
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