Angel
Oropeza. ABC DE LA SEMANA
Para la gran pensadora Hanna Arendt, la
“política” trata sobre el hecho de estar juntos los diversos. Esto es, la
política surge de la necesidad de que vivamos juntos quienes pensamos distinto.
Por eso el acontecimiento originario que deriva en el concepto de política es
la pluralidad. La política es lo contrario a la intolerancia, al pensamiento
único, a la guerra, a la aniquilación y a los métodos de la muerte y división
como forma de dominación social.
En un excelente trabajo titulado “La Política extraviada: una historia
de Medina a Chávez” (Fundación para la Cultura Urbana, 2002),
Andrés Stambouli define el concepto de “comunidad política” como una relación
inherente a la noción arendtiana de “Política” en la cual las personas y
componentes diferenciados de una sociedad “se
reconocen recíprocamente como co-miembros de la asociación y comparten algunos
valores, metas y actitudes, cultivando la persuasión, la tolerancia y el
diálogo para resolver sus desencuentros, como método preferido a la represión o
destrucción del adversario”.
Parte de ese conjunto de valores comunes
que identifican y le dan sentido de pertenencia colectiva a una nación, gira en
torno a sus símbolos patrios, su historia, sus figuras referenciales. Y en el
caso venezolano, uno de estos personajes referentes que ayudan a sentirnos
parte de un todo común, es sin duda el Libertador Simón Bolívar. Desde mediados
del siglo XIX, su nombre y su figura han sido símbolos de la unicidad
venezolana, esa en la cual todos nos reconocemos a pesar de nuestras necesarias
diferencias ideológicas, políticas y de pensamiento. ¿Qué pasa cuando un modelo
político de dominación requiere para su viabilidad de la división social y la
exclusión de quienes piensan distinto, y así poder justificar la naturaleza de
sus acciones y métodos? Pues que esas figuras que convocan a la unión y al
entendimiento nacional deben ser destruidas o, en su defecto, reinterpretadas y
sometidas a un proceso de neo-representación en el imaginario colectivo.
Desde sus inicios, el modelo militarista
que hoy gobierna a Venezuela se ha esmerado en privatizar la figura del
Libertador, y degenerarla en una especie de fetiche propagandístico para el uso
particular e interesado de una facción con vocación hegemónica. El último
intento de esa larga cadena de expropiación partidista de la figura de Bolívar
lo constituye el “otorgarle” un nuevo rostro, e incorporarlo rápidamente a la
gastada iconografía oficialista. Desde el punto de vista psicológico, el “nuevo
rostro” introduce a un “nuevo Bolívar”, ya no el de todos, sino el que ha
“creado” en plena campaña electoral el grupo gobernante. Así, en una operación
de típico condicionamiento clásico, el “nuevo rostro” acompaña ahora todas las
presentaciones del líder supremo, buscando una asociación pavloviana que
refuerce la idea de que ambas caras se evocan recíprocamente. No se trata aquí
de la simple presentación de un trabajo técnico de reconstrucción ideográfica,
que obedezca a razones de interés histórico y científico. Lo único que se busca,
de cara a las urgencias electorales, es reforzar la identificación
reduccionista del Padre de la Patria con un político circunstancial aspirante a
su tercera reelección.
Para las necesidades continuistas de
dominación de la elite gobernante, el Bolívar de todos es un enemigo que debe
ser reducido, desdibujado y disminuido a ficha de una facción. El Bolívar que
conocemos los venezolanos, ese que llamaba a que cesaran los partidos y se
consolidara la unión nacional para poder bajar tranquilo al sepulcro, es inconveniente
y contrario a su diseño de polarización y división social. Había que inventar
otro Bolívar, un Bolívar oficialista y gobiernero, para que no se oyera al de
verdad, aquel que se levantaba contra cualquier clase de opresión, y que
alertaba sobre por qué no se puede dejar que un solo hombre ejerza el poder
durante mucho tiempo, so pena de propiciar tiranía y sumisión en lo que él
soñaba debía ser un pueblo libre.
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