Cuando se habla con
ellos, con los convencidos, los pocos que quedan, no escuchan lo que no les
gusta escuchar, porque flotan a kilómetros
del suelo y la prosaica realidad signada por el dinero y la barriga.
Luis Cino Alvarez. Blog CIRCULO CINICO
Nunca se me dio bien simular la
devoción fidelista. Siempre metía la pata. Hace muchos años, cuando estaba en ambientes oficiales y no me quedaba más remedio que hablar la
jerga revolucionaria, emplear, por ejemplo, la palabra compañero para dirigirme
a alguien que me caía como una patada en los testículos, o hacerme una
autocrítica en un análisis de grupo estudiantil ─ aquellos repugnantes
episodios masoquistas ─ parecía que no hablaba en serio, que me burlaba.
Y en realidad era así, aunque la
mayoría de las veces yo no estuviera muy conciente de ello. Soy burlón e
irreverente por naturaleza. Siempre lo he sido, desde pequeño, y eso me ha
costado no pocos tropezones.
El castrismo y sus rituales, de tan
solemnes y absolutos, siempre me parecieron tremendamente ridículos. No ahora
que ya todos nos quitamos la venda de los ojos ─ si es que alguna vez la
tuvimos ─ y estamos hartos de ver al
emperador encuero, de descubrir sus trucos baratos y escucharlo hablar mierda
hasta por los codos.
Me pasaba incluso cuando era niño, y
en la escuela y en mi casa todos los caminos llevaban a Fidel, la revolución y
el socialismo, al que repetían a toda hora que pertenecía por entero el futuro
de la humanidad. Y uno hasta se lo creía y se preguntaba si al final del
camino, con los defectos, los errores, los horrores, los problemas y las dudas,
no tendrían razón papá, los profesores y la presidenta del CDR.
Pero siempre algo me avisaba que no,
que la vida estaba más allá de las consignas que hablaban de muerte y de los
tipos con cara de estreñidos que querían de todas maneras y por encima de todo,
hacerte parte de un colectivo con una
sola voz que imitaba siempre la del Comandante y no tenía otras metas que no
fueran las de la revolución.
La liturgia fidelista que me metían
por los ojos y los oídos me costaba tanto trabajo asimilarla como la religiosa,
que nos prohibían porque era “el opio de los pueblos”. Al final ─ para qué
estaba el altar de mi abuela ─, me fue más asimilable la religiosa. No concibo
vivir sin creer en algo, aunque sea sin demasiada convicción y ningún
aspaviento (he dicho otras veces que, como la mayoría de los cubanos soy
católico, ay Frank Sinatra y Santa Bárbara cuando truena, a mi manera). Y si de
creer se trata, un partido o un líder, por muy máximo que sea, me quedan
demasiado cortos…
Digo todo esto, no porque les vaya a
hacer el cuento de cómo vine a parar a la disidencia, que tampoco es la
maravilla que muchos creen, con tanto fidelismo trasplantado pero de signo
contrario como hay en ella. Nada de eso.
Sucede que no salgo de mi asombro
cuando escucho, no precisamente a dirigentes, de los cuales se puede esperar
cualquier payasada, por no decir algo
peor ─ no quiero emplear epítetos ni algunas de las malas palabras que tanto se
me escapan últimamente ─ sino a gente común que dicen seguir siendo
“revolucionarios”, hablar con una convicción que parece impermeable a todos los
desencantos, las mentiras, las paranoias, los desastres y el país que se nos
cae literalmente a pedazos.
No me refiero a los simuladores, sino
a los convencidos, los incondicionales, que por increíble que parezca, todavía
quedan. Son los que todavía hablan en un tono que me recuerda el que escuchaba
en mi casa a papá con su uniforme de miliciano o se podía leer en las cartas revolucionariamente firmadas de
mi hermana, que había renunciado a ser una burguesita devota de la Virgen y de
Elvis, cuando recogía café en las lomas orientales, comida por las
santanillas, en plena crisis de los
misiles, y decía estar dispuesta a morir con Fidel en los labios y en el
corazón.
La pregunta no es cómo se podía ser tan comunista y tan cursi ─
¿picúo suena más cubano? ─ sino cómo se puede seguir siéndolo a estas alturas
del campeonato. Porque se puede simpatizar con cualquier causa, tener las
razones que sean para ello, más que ninguna otra, por no dar uno su brazo a
torcer, que es bien difícil, lo sabemos, pero no hay que exagerar.
Cuando se habla con ellos, con los
convencidos, los pocos que quedan, no escuchan lo que no les gusta escuchar,
porque flotan a kilómetros del suelo y
la prosaica realidad signada por el dinero y la barriga. Tienen la versión de
lo que ocurre en el mundo según el Granma, la Mesa Redonda y el expurgado
Telesur que ponen por un canal de la TV cubana a la misma hora de la
telenovela.
No ven lo que ocurre a su alrededor
porque miran desde una nube hecha de ingenuidad y fanatismo que desmiente
cualquier otra razón que no sea la que les inculcaron. Hablan de la sangre derramada
y los sacrificios hechos para construir una sociedad mejor, que dicen estar
dispuestos a perfeccionar, aunque nos pasemos varias generaciones más en ese
empeño. Están convencidos de que tienen
la razón de su lado. Les duele y les
resulta increíble que alguien pueda cometer el error de tener una opinión dos
milímetros distinta.
Y uno no sabe si tenerles lástima o
pegarles con un bate de aluminio, a ver si despiertan de una maldita vez.
Porque nunca habrá forma de hacerles comprender cuanto nos han fastidiado la
vida, y se la han fastidiado ellos, tan
puros, tan ingenuos, tan idealistas, tan
desinformados, tan tontos.
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