Carta
abierta del Padre José Conrado Rodríguez Alegre
Reproducida
y publicada ahora en la página CUBANET.
Por su alto significado EL FANTASMA la reproduce.
SANTIAGO DE CUBA, 26 de octubre de
2012
A mis hermanos cubanos del exilio
Queridos hermanos:
En Santiago de Cuba apenas amanece.
Hoy, viernes 26 de octubre del 2012, a solo 48 horas de la horrible devastación
que ha dejado a su paso el huracán Sandy, me he levantado temprano a rezar y a
escribirles. En medio de la tristeza por tantas familias que han quedado en la
miseria, como decía Eliseo Diego del hombre con el hato a cuestas, en su “Libro
de las Maravillas de Boloña”: “Peregrino te vas con el crepúsculo y tus pobres
enseres: miedos, penas”. Así veo a mi pueblo, vagando entre las ruinas de lo poco
que teníamos a la nada que nos queda. Y sin embargo, y lo digo con supremo
orgullo de esa mi pobre gente, con bondad para pensar en el otro y brindarle la
mano y con esa fortaleza de los pobres para decir en el vórtice de la
desgracia: “no importa lo perdido, aún estamos vivos”.
Sí, he visto muchos signos de
solidaridad, como mi feligrés Tito, joven estudiante de cuarto de medicina, que
ha ido a limpiar escombros en casa de sus vecinos y familiares, y ayer se pasó
la tarde junto con Pavel, su cuñado, salvando las planchas de zinc tiradas en
el patio, con las que volvimos a techar la casa parroquial. Mi hermana y su
hijastra de quince años que me han limpiado el primer piso de la casa
parroquial, mientras se techaba el segundo. Manolo y Mario, que a pesar del
peligroso viento pusieron las tejas para proteger de la intemperie mis libros,
computadoras e impresoras. Gladis y su nieto Pedro, que fueron los primeros en
llegar para dar una mano, aunque todavía tenían mucho escombro que barrer en su
propia casa. Y Eliecer Ávila, que vino desde Puerto Padre para ayudar, porque
no podía estarse quieto allá, sabiendo
lo mal que lo estábamos pasando acá.
Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar, que
desde La Habana me hicieron saber que estaban recogiendo comida y medicina para
los damnificados. Mi hermano Roberto Betancourt, que desde su parroquia de la
Caridad me hizo llegar el calor de su feligresía, lo mismo que Ofelia Lamadrid,
con sus noventa y muchos años y Teresita de la Paz, la viuda de Gustavo Arcos
Bergnes, que rezan por mí y por mi gente. Ellos me han dicho de la movilización
que Uds. ya han iniciado para enviar ayuda “tanto más urgente cuanta mayor es
nuestra necesidad”.
Mis amados hermanos: desde esta
lejanía e inmerso en el sufrimiento supremo ante la desgracia inevitable y
desarmante, les digo de corazón, que he sentido, en todas estas horas de
incertidumbre y amargura, cuando veía volar el techo de mi parroquia y de mi
casa, corriendo para salvar los libros y lo que se podía de la lluvia y
después, cuando pude salir y pude contemplar la desolación de mi gente, sentí
la presencia, las oraciones y la solidaridad de todos Uds. Yo sabía que no
estábamos solos y que podíamos contar con el cariño y el apoyo de todos Uds.,
de todos los amigos, cubanos o no, que desde lejos nos acompañarían con su
oración y su amor. De manera especial
cuando fui a rezar por una anciana que falleció de un infarto en medio de la
tormenta: refugiada en un pequeño baño, con su hija, su nieta y sus dos
pequeños biznietos, en una casa que volaba a pedazos por los aires, su corazón
no resistió a tanta angustia y explotó. El mío sangra ante toda la desgracia de
mi pueblo.
La ciudad yace en ruinas. Mi antigua
parroquia de San Antonio María Claret, en el barrio de Sueño, se desplomó. Sólo
el Cristo que puse un día en la pared del presbiterio, quedó como mudo testigo
junto con el altar de granito que allí levanté hace 30 años. Lo mismo ocurrió
con mi antigua Iglesita de San Pedrito, cuya reparación estuvo a punto de
costarme la prisión. Lo mismo que mi amado pueblo de San Luis, donde nací a la
fe y luego comencé mi labor pastoral de sacerdote, y cuyo nuevo altar de mármol fue consagrado
en solemne ceremonia hace menos de un mes. Y así ha ocurrido con casi todos los
templos, casas parroquiales y conventos de toda la diócesis… yacen destruidos,
están destechados o han quedado seriamente dañados.
Pero qué es eso, me pregunto, ante la
desgracia de tantas personas que lo han perdido todo: el esfuerzo de vidas
enteras y aun de varias generaciones, convertidos en despojos chorreantes de
lodo y polvo. Así los libros, los televisores, y demás efectos
electrodomésticos, los muebles… ¡y el hogar! Se calculan en 150 mil las casas
destruidas o seriamente dañadas. ¡Y esto en medio de una situación económica
tan difícil, prácticamente de sobrevivencia! ¡Nos parecía que estábamos mal… y
ahora estamos mucho peor! Con todo, vuelve a mi memoria la primera frase que yo
dije y luego he oído en tantas otras bocas: ¡pero estamos vivos! Gracias a Dios
por la vida que nos dio y nos ha conservado, porque es increíble que en medio
de tanta devastación los muertos hayan sido tan pocos. ¿Qué nos querrá decir
Dios con todo esto?
Padre José Conrado Rodríguez Alegre
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